Seiscientos Trece Consejos de Vida

 

 

 

“Estas son las leyes que pondrás frente a ellos...” (21:1).

 

 

Los seiscientos trece preceptos de la Torá están divididos en tres clases: mitzvot, jukim y mishpatim. Las mitzvot son mandamientos que tienen lógica y explicación; por ejemplo, Shabat, Kipur, etc. Los jukim son los que no tienen lógica, como vestir lana y lino en una misma prenda. Los mishpatim son los más fáciles de entender; aunque la Torá no nos hubiese ordenado cumplirlos, lo haríamos de todas formas, pues es lógico que el hombre deba respetar a sus padres, no matar, etc. El problema comienza cuando el hombre encuentra que alguna de las ordenanzas de la Torá no se ajusta, de acuerdo con su criterio, a su forma de vida. Cuando llega a este extremo, tiene dos opciones: obedecer y cumplir tal y como está escrito, o dejarse manejar por su mal instinto, que le aconseja actuar conforme a su comodidad o conveniencia.

 

Había un rey que tenía la ilusión de que su único hijo se convirtiera en un famoso pintor. Era un amante de las obras de arte y soñaba con que las paredes del palacio estuvieran adornadas con cuadros, que fueran tan reales que parecieran las ventanas del palacio. Cuando comenzaron los maestros a adiestrar al niño en el arte de pintar, se percataron de que era incapaz de distinguir los colores. Después de un arduo estudio, se descubrió que el heredero a la corona padecía una rara enfermedad de la vista denominada daltonismo. El rey, decepcionado, consultó a los médicos del reino para saber si había alguna esperanza para el niño. Todos contestaron al unísono que la enfermedad era incurable. Uno de los consejeros del rey se acercó y le dijo: “Si me permite, su majestad. Tengo una solución. Deme la oportunidad de mostrarles que el niño es capaz de pintar”. La respuesta del rey no se hizo esperar y el niño salió junto con el consejero para recibir el tratamiento.

 

Pasan unos días y el rey recibe una invitación para observar cómo pinta su hijo un hermoso paisaje. El rey, emocionado, convoca a todo su séquito para celebrar el restablecimiento de la salud de su hijo. Llega el día esperado. El niño parado frente al caballete toma pintura de la paleta donde tenía los colores y los plasma en el lienzo formando bellas y armonizadas figuras. El rey se emociona tanto que comienza a aplaudir. Todos los que están allí lo siguen con júbilo… De pronto, el niño comienza a equivocar los tonos del cuadro. El padre se acerca y le pregunta: “¿Qué pasa contigo, mi querido hijo? Comenzaste bastante bien tu cuadro y ahora… ¿De nuevo confundes los colores?”. El niño contesta al padre: “Disculpa que me desvíe de las instrucciones de tu consejero… Al principio seguí unos pequeños números que marcamos en el lienzo antes de la presentación. ¿Alcanzas a verlos? Yo solamente tenía que ver el número marcado en el lienzo y empatarlo con el color que también está marcado con el mismo número en la paleta. Cuando comenzaron a aplaudir, me emocioné tanto que decidí olvidar los números y pintar por mi cuenta…”.

 

Esto se compara a lo que sucede en la vida de un yehudí. Nuestra existencia debe estar regida por las seiscientas trece mitzvot de la Torá. Ellas son como aquellos números en el cuadro; nuestra limitada visión humana nos impide ver más allá de la corta razón que poseemos, y esto nos hace errar la forma en que nos conducimos por la vida.

 

Las leyes y los estatutos de la Torá fueron diseñados por Hashem, que es Omnipotente. Él sabe qué es lo mejor para nosotros y, aunque en ocasiones no entendamos la belleza y la lógica de la Torá, ello no significa que no exista, ni tampoco nos exime de cumplirla. Es sólo que nuestra capacidad para entenderla es limitada. Si nos aplicamos en cumplir con todo lo que está escrito en ella, si hacemos caso a los “consejeros” del rey, es decir, si escuchamos las recomendaciones que nos dan los Jajamim, al final de nuestros días saldremos de este mundo como autores de bellas pinturas, que estarán coloreadas con todas las cosas buenas que realizamos en ella, y éstas serán el instrumento para vivir con deleite la vida eterna.

 

Un hombre había acumulado una inmensa fortuna. Anciano y enfermo, veía que se acababan sus días. Su joven hijo se encontraba muy lejos de allí, en Éretz Israel, estudiando Torá. El hombre preparó su testamento dejando todas sus posesiones a su único hijo. Ahora podía irse tranquilo de este mundo, sabiendo que él seguiría creciendo y continuaría con sus estudios sin la preocupación de la manutención. Sólo había algo que le inquietaba: tenía un sirviente que era perverso y ladrón, que sin duda pretendería apoderarse de la herencia de su querido hijo.

 

Cuando vio que su muerte era inminente, llamó a su sirviente y le dijo que llevara a un escriba. Desde su lecho de moribundo, el hombre empezó a hablar: “Tú —dirigiéndose al sirviente—, escucha bien lo que voy a dictar al escriba. Serás el encargado de entregar este testamento a mi hijo...”.

 

El sirviente pensó en su interior: “¡Apenas mueras, me llevaré todo lo que hay aquí y nadie sabrá de mí...!”. El hombre continuó dictando al escriba: “Lego todos mis bienes, dinero y propiedades a mi sirviente. Mi hijo sólo podrá escoger una cosa de todo lo que poseo”. El sirviente no podía dar crédito a lo que estaba escuchando. “Creo que va a ser más fácil de lo que pensé. No tendré que robarle la fortuna a este viejo, sino que la heredaré legalmente. Le avisaré al joven que venga a despedirse de su padre.”

 

El hijo llegó a la ciudad, pero no pudo ver a su padre vivo, pues ya había fallecido. Sumado a la congoja de haber perdido al único y más importante vínculo familiar que tenía, se sintió desamparado al enterarse de que la fortuna que debía haber pasado a sus manos estaba en posesión del sirviente. Se presentó en lo que era su casa y el sirviente le dijo, altanero: “Aquí tengo conmigo el testamento, firmado por puño y letra de tu padre. Todo lo que ves me pertenece. Sólo una cosa puedes escoger. ¿Qué te gustaría? ¿Un jarrón? ¿Un caballo? ¿Una casa, quizás?”.

 

El joven se retiró indignado y se dirigió al Bet Din. “No entiendo”, decía el joven al Rab. “Mi padre conocía al sirviente y sabía que era un embustero. ¡Y sé que a mí me quería como a sus ojos! ¿Cómo es posible que me haya dejado sin nada? ¿Qué haré ahora? ¿Cómo podré seguir estudiando Torá en Éretz Israel?”. “Todo esto es muy extraño”, coincidió el Rab. “El testamento es auténtico, y el mismo escriba atestiguó que ésas fueron las palabras de tu padre...”.

 

El Rab se quedó pensando unos instantes y luego agregó:

 

“¡Un momento! Pero... ¿Cómo no se me ocurrió antes? ¿Sabes? Tu padre sí te quería mucho, y realmente te hizo un gran favor con este testamento. ¡Oh, qué sabio fue!”. “No entiendo nada. ¿Se puede saber de qué se trata?”, preguntó intrigado el joven. “Mira, vamos a citar al sirviente al Bet Din para mañana, y allí le pedirás la única cosa que tienes derecho a poseer...”, respondió el Rab. Luego de eso, explicó lo que tenía que hacer.

 

Al otro día, el sirviente se presentó en el Bet Din, luciendo una amplia sonrisa. Saludó a todos los rabinos y luego se dirigió al joven. “A ver, pídeme lo que quieras. Aquí delante de los jueces te prometo que nada te voy a negar. ¡Recuerda que es sólo una cosa!”. Lo que dijo el joven hizo que la irónica sonrisa del sirviente se congelara en su rostro como una ridícula mueca: “¡Lo que quiero es que tú seas mi sirviente...!”.

 

Inmediatamente se escuchó la potente voz del Rab: “¡Dicho y hecho! El hijo tiene el derecho de escogerte a ti como sirviente, pues formas parte de las posesiones de su padre. Ahora él es tu nuevo amo. ¡Y todos los bienes de un sirviente son propiedad de su amo! ¡Así lo establece la Torá!”.

 

¿Qué sucedió después con el sirviente? No se sabe. Seguramente el joven lo liberó, para que no le pasara en el futuro lo que sucedió a su padre...

 

Hashem nos dejó un documento que es la Torá. Hay quienes se apresuran a creer que por medio de este legajo Él pretende molestar o incomodar al yehudí con tantas mitzvot. Sin embargo, si lo analizamos detenidamente, por medio de nuestros Jajamim descubriremos que Hashem nos legó la Torá sólo para que vivamos rodeados de méritos, y nos beneficiemos por medio de ellos.[1]©Musarito semanal

 

“Las seiscientas trece mitzvot de la Torá son seiscientos trece (etzot) consejos que Hashem nos entregó para poder llevar una vida plena y digna.”

 

 

 

 

 

[1] Co Asú Jajamenu.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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