Los líderes de Israel

 

 

“Reúne para Mí setenta hombres de los ancianos de Israel…” (11:16).

 

 

 

El pueblo continuaba avanzando por el desierto. Faltaban pocos días para habitar en la Tierra Prometida. La nube se detuvo en un lugar llamado Kibrot HaTaabá y Am Israel acampó; entre tanto, los conversos egipcios comenzaron a quejarse. Argumentaban que estaban hartos de comer el man.

 

Pese a que cada uno poseía varias cabezas de ganado, exigían a Moshé comer carne. Esta demanda encubría su verdadera intención de dar rienda suelta a sus apetitos malsanos, no solamente a satisfacer los de su estómago. Ellos lograron agitar a algunos miembros del pueblo para que fueran a apelar contra Moshé. Estos reclamos encendieron la ira del Cielo y un fuego cayó y devoró a todos aquellos que comenzaron la querella. El fuego consumió también las almas de los ancianos del Sanhedrín,[1] que habían sido condenados a morir desde que estuvieron frente al Monte Sinaí, pues se habían comportado con irreverencia hacia Hashem, como un plebeyo que muerde su pan mientras está hablando con el rey. Debido a esto, en un momento de furia, sus almas también fueron arrancadas.

 

Inmediatamente Moshé apela a favor del pueblo. Siente sobre sí la carga de dirigir al pueblo, lo que resulta muy grande para él solo. Hashem escucha sus ruegos y le dice: “Tu solicitud será concedida. Tendrás ancianos que te asistirán en el liderazgo. Selecciona setenta Talmidé Jajamim, que sean cuidadosos en cumplir las leyes de la Torá[2] y tráelos al Recinto Sagrado. Descenderé hacia ti y traspasaré parte del Espíritu Profético que anida en ti y lo colocaré sobre ellos; así colaborarán contigo en la atención y educación del pueblo. Restaurarás el Sanhedrín”.

 

Entonces Moshé replicó: “¿Cómo sabré quién es apto para ser seleccionado?”. Hashem le respondió: “Escoge a aquellos que fueron nombrados oficiales sobre el Pueblo de Israel en Egipto. Ellos se apiadaron de sus hermanos, prefiriendo los azotes de los egipcios en su espalda antes que continuar forzando a sus hermanos a continuar la quebrantadora labor. Ellos demostraron un amor sin precedentes hacia sus semejantes judíos, y por consiguiente, como premio a su noble actitud, se hicieron meritorios de obtener el Espíritu Profético”.

 

Rabí Yosef Shlomó Kanheman, z”l, cada vez que tenía oportunidad de hacerlo solía contar de manera muy especial el siguiente relato. Cierta vez, el Rab se encontraba en los Estados Unidos. Le tocó entrevistarse con un renombrado profesor yehudí, cuyas ideas estaban totalmente alejadas de la Torá y las mitzvot, quien le reveló que estaba interesado en renegar de su condición de judío y abrazar otra religión. Muchos eran los motivos que le hacían pensar de esa manera, pero sólo una cosa se lo impedía: cada vez que pensaba en su conversión, ¡aparecía frente a sus ojos el Jafetz Jaim! Cuando era joven, tuvo la oportunidad de pasar una pequeña temporada en la Yeshibá de Radin. Cuando llegó por primera vez a la Yeshibá, encontró que todos los jóvenes estaban amontonados, llenando las instalaciones, a la espera de la asignación de sus respectivos lugares para dormir y vivir allí. El muchacho, que carecía de alguien que lo conociera, se quedó parado en un rincón sin que nadie atinara a atenderlo. Las horas pasaban y los efectos del largo viaje realizado se hicieron sentir. El cansancio lo obligó a quedarse sentado sobre su equipaje, hasta que el sueño lo venció.

 

Cuando despertó, se percató de que un desconocido estaba sosteniéndolo en sus brazos. El joven hizo como que seguía durmiendo. El hombre lo cargó con cuidado tratando de no sobresaltarlo, y con suavidad lo acostó sobre una confortable cama. Le quitó los zapatos, lo acomodó y luego se quitó su propio saco y lo cubrió. En ese momento, el joven abrió levemente los ojos para ver por entre sus párpados de quién se trataba. Cuán grande habrá sido su sorpresa al ver que quien estaba sentado a su lado no era otro que el Jafetz Jaim. El Rab estaba leyendo un libro a la luz de una tenue vela, con las mangas de su camisa al descubierto... sin su saco, el cual se encontraba cubriendo al muchacho a modo de frazada. El Jafetz Jaim se esforzaba para que su voz no se oyera demasiado molesta, y lo que estudiaba o leía salía en un murmullo inaudible; no fuera que, jas veshalom, despertara aquel muchacho que de tan lejos había llegado a estudiar Torá, y ahora se encontraba gozando de un merecido descanso...

 

Esa imagen quedó para siempre en su memoria. Todas las veces que aquel profesor sentía la tentación de abandonar a su pueblo, recordaba al Jafetz Jaim en esa situación e inmediatamente desistía de cualquier intento de renegar de su fe. No podía este hombre separarse, dejar de pertenecer a una nación que tiene como integrantes a personajes de tal magnitud... ¡Dichoso el pueblo que así es...! ¡Dichoso el pueblo que tiene un Jafetz Jaim en su seno...![3]

 

Un líder de Am Israel debe poseer las siguientes características: entrega, sacrificio, humildad, abnegación, disposición a cargar con el problema y la responsabilidad de todos aquellos hermanos que pusieron su confianza en él. Debe ser como un pastor que dirige ovejas.

 

Hay dos tipos de pastores: uno que cuida sus propias ovejas y otro que, gratuitamente, cuida y conduce las ovejas de otras personas. La diferencia entre el pastor de sus ovejas y el pastor de las de otros se basa en la intención de cada uno. El que cuida sus propias ovejas se preocupa de que coman de los pastos más tiernos y frescos, y que tengan agua en abundancia y un buen clima. Esta preocupación no es por el bien de las ovejas, sino por el suyo propio, ya que las ovejas son su negocio, y este hombre vive de lo que su negocio le brinda…

 

Distinto es el caso del pastor de las ovejas de otros, pues toda su intención es brindar su esfuerzo y generosidad, y hacer favor ahora a las ovejas del prójimo, a las que proveerá de todas sus necesidades…

 

Cuando Hashem detectó una irregularidad en el pueblo, la primera medida correctiva que tomó fue restaurar el Sanhedrín. Dijo Rabí Akibá: “Am Israel se comparó a un pájaro: así como un pájaro no puede volar sin alas, tampoco Am Israel puede hacer nada sin sus ancianos”.[4] Rabí Akibá quiso enseñarnos por medio de esta comparación lo siguiente: así como el ave depende de sus alas para mantenerse suspendida en el aire, también la continuidad de Am Israel depende únicamente de que entendamos que debemos prestar atención a nuestros Jajamim, considerándolos como verdaderos conductores. Ellos también se guiaron tras las huellas de sus Jajamim y por eso tenemos la certeza de que sus decisiones están basadas en nuestra Sagrada Torá.[5]

 

¡Si tan sólo nos diéramos cuenta de que ellos son quienes se sacrifican por nosotros, velan constantemente por nuestros intereses, son los portavoces de Hashem, transmiten las órdenes del Rey y nos dictan cuál es Su voluntad! Tenemos la obligación de honrarlos y apoyarlos en todo momento y en toda situación. Y de esta forma la Justicia y la Paz se mantendrán por siempre entre nosotros, y veremos la construcción de Yerushaláim en nuestros días…

 

Un estudiante había contraído una enfermedad que ponía en peligro su vida y fue a ver al Jafetz Jaim a la ciudad de Radin, a fin de pedirle una bendición para su curación. Los médicos ya habían comunicado a él y a su familia que era una enfermedad poco conocida; no sabían de su origen ni cómo tratarla, pero lo que sí sabían con absoluta certeza era que avanzaba sin pausa… La familia había perdido toda esperanza.

 

El joven alumno se presentó frente al Jafetz Jaim y éste, después de escucharlo atentamente, le dijo que tenía un consejo para darle. Pero antes del consejo, el Jafetz Jaim puso una condición: jamás nadie podía enterarse de lo ocurrido; si todo salía bien, con la ayuda de HaKadosh Baruj Hu, no podría contar a ninguna persona acerca de su curación. Y el muchacho aceptó enseguida. El Jafetz Jaim le propuso dirigirse a un Talmid Jajam que vivía en una pequeña ciudad. “Ve y pídele una bendición. ¡Con la ayuda de Hashem Itbaraj vencerás a la enfermedad!”.

 

El joven escuchó las palabras de su Rab y viajó de inmediato a dicha ciudad. Se encontró con el Talmid Jajam y le pidió su bendición, y en muy poco tiempo, de forma increíble, el muchacho se curó. Siguió normalmente sus estudios en la Yeshibá como los demás alumnos, y más tarde, cuando ya tenía edad para casarse, dejó la ciudad de Radin, formó una familia y, tal como le dijo el Jafetz Jaim, jamás contó sobre su enfermedad y su milagrosa curación.

 

Pasaron aproximadamente veinte años y la cuñada de este mismo muchacho contrajo una extraña enfermedad. Cuando vio los síntomas, se percató de que se trataba de la misma enfermedad que él sufrió en el pasado, pero no quiso decir palabra. Por un lado, la enfermedad de su cuñada; del otro lado, no quería faltar a la palabra que dio a su maestro, el Jafetz Jaim. Su esposa recordó que alguna vez su marido le había contado algo sobre la extraña enfermedad que tuvo en su juventud, y cada vez que intentaba tocar la cuestión, él la esquivaba cambiando de tema o negándose a hablar. El tiempo transcurría y la enfermedad de su cuñada avanzaba más y más. La esposa comenzó a presionarlo, pues lo que él sabía podía traer una esperanza de vida para su hermana. Las dos lo presionaban, la esposa y la cuñada; querían saber qué enfermedad tuvo de joven, qué tratamiento le dieron y cómo se curó. Finalmente él les explicó que se trataba de un secreto, no podía contarlo a nadie, pero ellas siguieron insistiendo. ¡Estaba en juego una vida…!

 

La presión y el hecho de discutir sobre el tema fueron debilitando la firme postura del hombre, su necesidad de mantener el secreto. Pensó en ir a preguntar al Jafetz Jaim si le permitiría revelar el secreto. El tiempo apremiaba y decidió confesar a su esposa todo lo ocurrido. Le contó de su entrevista con el Jafetz Jaim, sobre la condición de no decir a nadie ni una palabra y sobre el consejo de viajar a la casa de un Talmid Jajam, en una pequeña ciudad muy lejana a Radin, para que lo bendijera. La esposa y la cuñada se llenaron de esperanza. ¡Esta podría ser su salvación!

 

A los pocos días, el muchacho comenzó a sentirse mal. Además, se sentía muy asustado por el hecho de no haber cumplido la condición que le impuso su Rab. Dijo a la esposa que inmediatamente viajaría a Radin, a ver al Jafetz Jaim…

 

El viaje a Radin fue muy largo y el Jafetz Jaim era ya muy anciano y estaba muy débil. Pero, con todo, recordaba esa lejana entrevista con el joven alumno, y ahora lo escuchaba en silencio, sin interrumpirlo. Cuando el muchacho terminó su relato, el Gaón le dijo en voz muy baja: “Me pondría muy feliz poder ayudarte, pero, ¿qué puedo hacer? Cuando te enfermaste por primera vez, yo era más joven, y me privé de comer durante cuarenta días, rezando y llorando para pedir tu curación… Hoy, ya estoy tan viejo, ya no puedo ayunar como antes…”. Y es que el Jafetz Jaim no solamente ayunó durante cuarenta días para el bien de un alumno, sino que además escondió los hechos de forma que todo el mundo viera que la bendición la había dado otro Talmid Jajam, y que él no tuvo nada que ver en la curación de su alumno.[6] ¡Estos son los conductores del Pueblo de Israel! ¡Dichoso el pueblo que tuvo y tiene conductores como éstos! ©Musarito semanal

 

 

 

“El cetro del Todopoderoso toca sólo a aquellos cuyo corazón es suave como la rosa.”[7]

 

 

 

[1] Bereshit Rabá 16:24 (el Midrash Tanjumá escribe que ellos murieron por el pecado del Becerro de Oro).

 

[2] Baal Haturim.

 

[3] Marbitzé Torá UMusar; Maasé Shehayá, pág. 59.

 

[4] Midrash Rabá 11:8.

 

[5] Recopilado de Hamaor, tomo 1, pág. 359.

 

[6] Lekaj Tob.

 

[7] Shir Hashirim Rabá 2:16.

 

 

 

 

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