El que se enoja, pierde

 

 

“Kaleb hizo callar al Pueblo…” (13:30).

 

 

El Pueblo de Israel se encontraba en Kadesh, en el desierto de Parán, y Moshé, conforme a la orden de Hashem, eligió a doce representantes, uno por cada tribu, para explorar la Tierra de Kenáan. A su regreso, debían presentar un informe sobre las fortificaciones, población y suelo. Los emisarios entraron por el sur y avanzaron hacia el norte, y regresaron al campamento después de cuarenta días. Trajeron consigo enormes racimos de uvas, granadas e higos.

 

Cuando se presentaron ante Moshé y Aharón, reconocieron que se trataba de una tierra muy generosa, donde mana leche y miel, con grandes frutos. Asimismo observaron grandes ciudades muy fortificadas y relataron que sus habitantes eran muy fuertes y poderosos, y que sería imposible conquistarla. Al escuchar el reporte, el pueblo se aterrorizó. “¡Retornemos a Egipto!”, dijeron. “No queremos que nos maten y que nuestros hijos sean prisioneros de ellos.” En ese momento se escuchó la voz de Kaleb, que dijo: “¡Y no sólo eso nos hizo el hijo de Amram!”. Todos pensaron que diría algo más contra Moshé y hubo un silencio total: “Moshé nos sacó de Egipto, partió el Mar Rojo para nosotros, nos hace caer el man todos los días; también nos trajo las codornices. ¡Si Moshé nos dice que vayamos a Israel es porque podemos conquistarla!”. Los demás espías reaccionaron enseguida y dijeron: “No escuchen lo que dice; nunca lo lograremos”.

 

Preguntan los Jajamim: “¿Qué estaba buscando Kaleb? ¿Para qué aparentó que estaba de acuerdo con los demás? Igual no consiguió cambiar a los demás espías ni al pueblo, que deseó volver a Egipto”.

 

Kaleb consiguió enfriar la discusión, aquietó la furia que tenían, arrancó la fuerza del yétzer hará. Cuando la persona reacciona de manera visceral, con el primer deseo, comete una serie de errores y atropellos que difícilmente pueden corregirse. Lo más recomendable es dejar enfriar la ira. Si Kaleb no hubiera callado a la gente, no queremos saber cuál hubiera sido el final de la historia. Cuando alguien cae de lo alto sabemos lo que pasa, pero cuando su caída se detiene, aunque luego caiga, el resultado es diferente.[1]

 

La ira es abominable ante los ojos de Hashem. Aquel que monta en cólera puede llegar a perder los privilegios con que Hashem lo agració. Las Escrituras Sagradas están llenas de ejemplos: en el Libro de los Profetas encontramos que Eliab era el hijo mayor de Ishay; poseía todos los atributos para ocupar el trono del reinado de Israel. Pero en una ocasión se enfureció contra David, su hermano menor, y entonces éste pasó a ocupar su lugar.[2]

 

Moshé, el más grande los profetas, sufrió un desvanecimiento de sus conocimientos por causa del enojo. La primera vez fue cuando Am Israel no confió en que el man caería al día siguiente y tomaron más de lo necesario. Cuando Moshé se enteró, se enojó y les reprochó. Ese día Moshé debía dictar unas leyes respecto a Shabat y olvidó lo que tenía que decir.[3] La segunda ocasión fue cuando se enfureció contra Elazar e Itamar, y les reprochó por haber comido un sacrificio en estado de impureza.[4] Aharón le explicó la halajá y Moshé reconoció que reprochó injustificadamente a sus sobrinos. La tercera vez sucedió cuando el ejército de Israel salió a la guerra con Midián; tenían órdenes de matar a todos y dejaron vivas a las mujeres. Moshé se enojó con ellos.[5] Luego de esto, tuvo que venir Elazar a dar instrucciones a los demás soldados que llegaron de la guerra, porque Moshé lo había olvidado.[6]

 

En el Talmud encontramos también que en la época del Bet HaMikdash, si un Cohén quería divorciarse de su esposa, tenía que pasar por un proceso que demoraba varios días. La razón era que, una vez disuelta la relación, los Cohanim no tienen forma de arrepentirse. Por ello demoraban el dictamen para que se “enfriara” el ánimo y considerara arrepentirse cuando aún podía hacerlo.[7]

 

Un hombre anciano yacía enfermo en su lecho. Sintió que sus días estaban llegando a su final y llamó a su único hijo, al que llamaremos Shimón, y le dijo: “Sé que me respetaste en vida. Quiero pedirte una sola cosa: cuando se te presente una situación que genere en ti enojo o furia, no reacciones en el momento. Deja pasar un día y luego actúa; no lo hagas precipitadamente…”. Shimón juró a su padre que así lo haría. Con estas palabras, el hombre entregó su alma al Creador.

 

Pasó un tiempo y Shimón contrajo matrimonio. Los gastos del nuevo hogar comenzaron a menguar los ahorros de la pareja, que buscó y buscó hasta que decidieron que él debía ir a probar suerte en otro lado. Empacó sus cosas y partió lleno de esperanza. Llegó a una ciudad lejana. Comenzó a trabajar con perseverancia y responsabilidad. Después de algunos años consiguió reunir un buen capital y entonces decidió volver a su hogar. Liquidó sus negocios y compró piedras preciosas. Así, cuando llegara a su ciudad, las vendería y podría trabajar ahí. Emprendió el viaje de regreso. Llegó a puerto cuando el sol se ponía; le urgía llegar y encontrarse con su esposa. Contrató una carreta y salieron a todo galope. La ciudad había cambiado; no recordaba bien dónde quedaba su casa. Dieron varias vueltas hasta que lograron encontrar el lugar; ya era de noche. Se asomó por la ventana y vio a su esposa platicando con un joven. En ese momento, el mundo se le vino abajo. “¡Tantos años de esfuerzo para que mi esposa me abandone y esté con ese joven!”. Pensó entrar y matar a los dos. Estaba a punto de romper la puerta cuando, de repente, recordó la petición de su padre: “¡Espera un día, no reacciones enseguida!”. Se retiró de allí y buscó un lugar donde pasar la noche.

 

Al día siguiente se despertó temprano y fue al Bet HaKenéset a hacer tefilá. Los concurrentes lo reconocieron y lo saludaron. En eso, se abrió la puerta y entró… el joven que estaba con su esposa. Shimón se quedó mudo. Al verlo, uno de los concurrentes se dirigió al joven y le dijo: “¡Ven a saludar a tu padre!”. Shimón seguía atónito; ¡ese joven era su propio hijo! ¡Estuvo a punto de matarlo! Después de que se recobró, abrazó al joven y se enteró de que su esposa había quedado embarazada antes de su partida y él nunca se enteró; no sabía de ese hijo. En ese instante reconoció: “¡Cuán sabio fue mi padre! Salvó dos vidas: la de mi mujer y la de mi hijo”.[8]

 

Ese es el mensaje que nos transmite Kaleb: “¿Estás enojado? No actúes ante el primer impulso. Tómate un tiempo, déjalo enfriar, piensa más, sé más reflexivo, no te apresures”. El enojo hace que desaparezca la inteligencia. La furia posee fuerza negativa que es capaz de “quemar” toda la sabiduría y la inteligencia de la persona. No hay diferencia si el que se enfurece tiene razón o no.[9] Todo el que se enoja oscurece la luz de la sabiduría de su alma.  ©Musarito semanal

 

 

 

“El silencio durante el enojo es como agua para el fuego.”[10]

 

 

 

 

 

[1] Rab Rafael Freue.

 

[2] Pesajim 66b; Shemuel I, 17:28.

 

[3] Shemot 16:20.

 

[4] Vayikrá 10:17.

 

[5] Bamidbar 31:14.

 

[6] Ídem 31:21.

 

[7] Babá Batrá, Cap. 10, 160a.

 

[8] Séfer Jasidim.

 

[9] Sijot Musar 5733-5775.

 

[10] Pele Yoetz, “Enojo”.

 

 

 

 

 

 

 

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