La Tzedaká salva de la muerte
“Y si se empobrece tu hermano… lo sostendrás… y vivirá contigo” (25:32).
Este versículo nos enseña que es una obligación ayudar financieramente a otro judío que necesite. Es una mitzvá prestarle o darle dinero para que realice sus negocios o alguna transacción necesaria para la cual le faltan recursos. Nuestra Sagrada Torá enfatiza el deber de ayudar económicamente a otro judío antes de que quiebre o se vea obligado a aceptar caridad.
Hashem creó diez objetos, cada uno más fuerte que el otro: la roca es fuerte, pero el hierro la rompe; el hierro es fuerte, pero el fuego lo derrite; el fuego es fuerte, pero el agua lo extingue; el agua es fuerte, pero las nubes la cargan; las nubes son fuertes, pero el viento las dispersa; el viento es fuerte, pero el cuerpo lo detiene; el cuerpo es fuerte, pero el miedo lo quiebra; sin embargo, la muerte es más poderosa que todo lo mencionado con anterioridad. La tzedaká es aún más poderosa, pues rescata a la persona de la muerte.[1]
Los discípulos de Rab Yeshayele Muskat de Praga tenían una pregunta que les molestaba. Habían aprendido que los años de vida de la persona son fijados desde que nace. También aprendieron que “la caridad salva de la muerte”.[2] “Entonces, ¿la vida está limitada por el destino o puede uno cambiarla?”, inquirieron. Rab Yeshayele les respondió: “Cuando uno da al pobre más de lo que sus posibilidades le permiten, Hashem se comporta con esa persona de la misma manera: le otorga más días de vida de los que le habían sido destinados”.
El Zóhar explica que el indigente es considerado como un muerto. Por tanto, aquel que le da dinero es como si le regresara la vida. Hashem se comporta con el ser humano midá kenégued midá, (con la cualidad de correspondencia); por tanto, también va a otorgarle vida.[3]
El Talmud relata que en la ciudad de Tzefat vivía un hombre piadoso conocido como Biniamín HaTzadik. La gente de la ciudad lo había designado como administrador de los fondos de tzedaká. Una fuerte hambruna azotaba a la ciudad y una mujer fue a casa de Biniamín HaTzadik para pedir limosna. A pesar de que Biniamín sentía lástima por la mujer, la caja se encontraba vacía. La mujer insistía con desesperación, ya que temía por su vida y la de sus siete hijos. No pudiendo tolerar el pensamiento de que sucediera eso, el tzadik, quien no tenía suficiente para él mismo, decidió mantenerla con su propio patrimonio.
Después de un tiempo, Biniamín enfermó seriamente y los doctores dejaron de tener esperanza de que se recuperara. Pero los ángeles intervinieron y rogaron delate del Todopoderoso y exclamaron: “Ribonó Shel Olam, Tú has dicho que aquel que salva una vida judía se considera como si hubiera salvado al mundo entero. ¿Entonces, HaTzadik, quien salvó la vida de una mujer y sus siete hijos, debe morir en la juventud de su vida?”. En ese momento se anuló el decreto Celestial y le fueron concedidos 22 años más de vida.[4] ¡Feliz de aquel que piensa en el pobre! En los días malos, el Eterno lo rescatará.[5]
La palabra tzedaká significa “rectitud” o “justicia”. Así, dar tzedaká no es meramente el acto de dar caridad al pobre: es la obligación de cada yehudí en particular de ayudar a su hermano.[6] El Metzudat David explica lo siguiente: “La mitzvá de tzedaká aboga en el Cielo a favor del donador, cuando su dádiva es íntegra, es decir, que da con pureza y no con la intención de vanagloriarse”.[7]
El suegro de Rabí Yehonatán Aibshitz le había dado 300 monedas de oro a fin de liberar su mente de las presiones financieras. Un día, instalaron una casa de abodá zará junto a la Yeshibá de Rabí Yehonatán. Hacían tanto ruido dentro de esa casa que molestaba a los alumnos del Bet Midrash. Uno de los más afectados era el compañero de estudios del Rab. Estaba tan molesto que decidió entrar a la casa de abodá zará y destruir las estatuas que había allí. Los dueños del lugar sabían que los yehudim intentarían hacer algo como esto; por consiguiente, se escondían en la noche para apresar a quien lo intentara, y así fue que atraparon al yehudí y lo escondieron en un calabozo.
Al otro día, toda la kehilá se enteró de lo ocurrido. Querían liberarlo, pero no podían porque no sabían dónde estaba. Los únicos que conocían su ubicación eran dos guardias que lo cuidaban de día y de noche. En una ocasión, uno de los carceleros se acercó a un yehudí y le dijo que los jueces habían dictaminado quemar al prisionero. Ofreció liberarlo a cambio de trescientas monedas de oro, ni una menos. La gente escuchó la terrible noticia y comenzó a recolectar el dinero. Cuando el Rab se enteró, fue de prisa a su casa, tomó todo el dinero que tenía, pagó la suma solicitada y su compañero fue liberado. Mientras tanto, los hombres de la congregación habían juntado la mayoría del pago exigido y cuando se lo llevaron al Rab, éste les dijo que ya no hacía falta. Ellos insistieron, pues querían participar de esta importante mitzvá, pero el Rab se negó y tuvieron que regresar a cada uno su aportación.
El Rab no sabía cómo decir a su esposa que se había gastado todo el dinero que tenían para vivir. Decidió salir unos días de la ciudad pensando que, para cuando él regresara, ella ya se habría enterado y así podría explicarle lo sucedido. Mientras tanto, cuando los jefes del guardia se percataron de que el prisionero había escapado, lo sentenciaron a morir en lugar del yehudí. El cuidador se dio cuenta y escapó. Como no podía llevarse todo el dinero que tenía, decidió dejárselo al Rab para que lo cuidara mientras él escapaba; sabía que el Rab era una persona honesta y que se lo regresaría al volver. Cuando llegó a casa del Rab, la esposa le dijo que se encontraba fuera de la ciudad. El guardia le relató lo sucedido y le entregó un barril lleno de dinero. Antes de irse le dijo que, si no volvía, podían quedárselo. El guardia huyó, pero sus perseguidores lo alcanzaron y lo ejecutaron.
Mientras tanto, el Rab regresaba a su casa sin saber que su esposa ya conocía la historia. Cuando la mujer lo vio entrar, le relató lo sucedido y le mostró las monedas. Cuando el Rab miró el barril, se percató de que era mucho más de lo que había aportado, y se puso a llorar. La esposa le preguntó: “No entiendo. ¿Por qué lloras?”. Él respondió: “Porque nos pagaron la mitzvá que hice, y eso quiere decir que no la han aceptado. Porque de ser así, el pago lo hubiésemos recibido en el Mundo Venidero”. Entonces decidió ayunar para conocer la respuesta. Al tercer día soñó que le decían: “La razón por la cual te regresaron el dinero fue porque no quisiste compartir la mitzvá con el resto de la kehilá”.[8]
No es lo mismo cuando muchos realizan una mitzvá que cuando pocos la realizan.[9] No debemos preocuparnos por tratar públicamente de eclipsar la mitzvá de otra persona, sino que debemos concentrarnos en los infinitos niveles de mejoramiento en nuestra propia relación con cada mitzvá, cómo la hacemos y cómo permitimos que ella nos ayude a mejorar nuestra relación con Dios.[10] ©Musarito semanal
“Hay quienes ven una moneda y se agachan hasta el suelo para tomarla. Pero también hay quienes se alzan a sí mismos hasta el Cielo y no se agachan por su compañero ni un centímetro.”[11]
[1] Babá Batrá 10a.
[2] Mishlé 10:2.
[3] Tebunat Mishlé.
[4] Babá Batrá 11a.
[5] Tehilim 41:2.
[6] Yad HaKetaná, Hiljot Deot, 8:1.
[7] Ver comentario del Metzudat David sobre el versículo 13:6 de Mishlé.
[8] Extraído de Séfer Leb Shalom.
[9] Rashí, Vayikrá 26:8.
[10] Ralbag.
[11] Rabí Itzjak Meír Alter.
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