Subiendo Poco a poco…
“Pero para los Hijos de Israel hubo luz en todas sus moradas” 10:23.
Esta Perashá comienza con la advertencia de Moshé al faraón de que caería sobre todo Egipto una plaga de langostas que devorarían todo árbol y hierbas, e invadirían los palacios y casas de los egipcios. Al siguiente día, Moshé extendió su vara y un fuerte viento trajo la plaga de langostas sobre toda la tierra de Egipto, y éstas acabaron con las plantaciones. El faraón vio la gran destrucción y pidió a Moshé y a Aharón que rezaran para que la plaga fuera eliminada. Pero una vez liberado de semejante calamidad, el monarca endureció su corazón y no dejó salir al pueblo.
Entonces Hashem ordenó a Moshé extender su mano al Cielo y se produjo una densa oscuridad por tres días. Los egipcios no podían verse ni moverse, a diferencia de los judíos que tenían luz en sus viviendas. El faraón accedió parcialmente a que saliera el pueblo, pero sin el ganado, para que éste fuera garantía de que volverían. Moshé rechazó esta propuesta y el faraón le prohibió volver al palacio.
Los Jajamim nos muestran una de las enseñanzas de la plaga de la oscuridad: Moshé extendió su mano hacia los Cielos, y hubo oscuridad de tinieblas en toda la tierra de Mitzraim durante un periodo de tres días.[1] La penumbra que envolvió a Egipto no era una oscuridad habitual; era tan densa que Ningún hombre pudo ver a su compañero. La oscuridad era como una ceguera en la cual tropezaban unos con otros. Esto fue seguido por otros tres días en los cuales la oscuridad era más espesa que la de los días anteriores, tanto que podía palparse; y nadie se levantó de su lugar durante un periodo de tres días. Quien estaba sentado no pudo pararse, y quien estaba parado no pudo sentarse. Continúa el versículo: Pero para los hijos de Israel hubo luz en todas sus moradas.
¿Por qué la Torá especifica que la luz estuvo “en todas sus moradas”? ¿Por qué no dice solamente: “Los judíos tuvieron luz”, o “La oscuridad no afectó a los judíos”?
La oscuridad tiene dos peligros: el primero es que, al no tener luz, la persona choca o se tropieza con todo lo que su ojo no percibe. La segunda es que el temor a estrellarse contra un objeto no permite la movilidad y se la persona queda estática, no se mueve. La ociosidad se apodera de él y esto es muy peligroso para un Yehudí. Cuando la persona no ve la luz que emana de la sagrada Torá, su ceguera provoca que comience a chocar con todo tipo de ideologías y personas con ideas extrañas, que no la llevan a ningún lado; llega un momento en que alcanza un nivel de inmovilidad espiritual tan grande que se da por vencida y se detiene, opta por mostrarse apática ante cualquier idea que pudiera elevar su alma. Si está parado no puede sentarse, y si está sentado no puede pararse.
Un cuarto lleno de oscuridad cambia drásticamente incluso al encender una llama muy pequeña. Una pequeña luz elimina mucho de la oscuridad. La oscuridad es la ausencia de luz; así que cualquier luz significa el fin de la penumbra. De la misma manera, el mal existe cuando somos apáticos y no hacemos ningún esfuerzo para vivir de acuerdo con los estatutos de la Torá, en nuestras casas y en la sociedad. Cualquier esfuerzo, cualquier cambio que hace la persona para conseguir este objetivo ilumina todo el universo. Nunca debemos permitir que la aparente pequeñez de nuestra contribución nos impida cumplir cualquier precepto y apreciar su importancia.
La luz llega al mundo naturalmente no de una sola vez, sino poco a poco, como el amanecer. También los corazones se abren a la luz Divina lentamente, para que no dañe ni asuste, y no se transforme en un fuego exterminador. Nadie puede elevarse de un estado bajo a uno muy superior de una sola vez. Quien así hace no podrá sostenerse. Quien desee elevarse y crecer en su servicio a Hashem, debe hacerlo de a poco, hasta llegar a niveles superiores.
Veamos una sorprendente historia que sucedió a cierta persona que se encontraba alejada de la Torá. Durante años, varios intentaron influenciarlo, para que cambiara su forma de vida, pero, se negaba a escuchar y escapaba de toda cosa que tuviera alguna relación con temas de santidad.
Cuando su padre falleció, durante los primeros siete días dijo un Kadish por aquí y otro por allá, y luego continuó con su vida secular. Después de unos años, su madre también falleció. Quienes lo conocían dejaron de verlo por un tiempo y cuando se encontraron con él quedaron sorprendidos con el cambio que veían en él: cuidaba kasher y Shabat, asistía regularmente a clases de Torá y todos observaban cómo disfrutaba cumpliendo cada Mitzvá que hacía. Entonces le preguntaron: “¿Cómo hiciste para cambiar tan rápido tu forma de vivir?”. Él respondió: “Cuando finalizaron los siete días de duelo por el fallecimiento de mi mamá, se acercó a mí una persona y me preguntó: ‘¿Deseas hacer algo para la elevación del alma de tu mamá?’. Al principio pensé: ‘¡Oh no, aquí viene otro más!’ ‘Mira’, le contesté; ‘en este momento no pienso hacer nada de lo que ustedes hacen’. Él insistió: ‘Es algo pequeño y sencillo’. Por educación y por la suavidad y afecto con que se me acercó, decidí escucharle y me dijo: ‘Es algo muy fácil. Si no te gusta, no lo hagas…’. ‘Bien, te escucho.’ ‘Vamos a hacer lo siguiente: todos los días viernes, antes del comienzo de Shabat, afloja el foco del refrigerador para que cuando lo abras no se encienda la luz. Mientras lo haces, dedica este acto para la elevación del alma de tu madre. ¿Hay algo más fácil que esto? ¿Crees poder hacerlo?’.
“Tenía razón, no me costaba nada; acepté y lo llevé a la práctica. Todos los viernes, antes del comienzo de Shabat, aflojaba el foco. Podía sentir, dentro de mi corazón, que con este acto elevaba el alma de mi mamá. Pasaron algunas semanas y comencé a plantearme: ‘Si no enciendes la luz del refrigerador, ¿por qué lo haces con la luz de la habitación?’. Intenté desechar esta idea, pero por cuanto soy una persona que actúa según las reglas de la lógica, la pregunta repercutía en mi cabeza: ‘Si no enciendes la lámpara del refrigerador, ¿por qué enciendes la lámpara de la recamara?’. Finalmente contraté a un electricista para que instalara un ‘reloj de Shabat’; así no tendría necesidad de encender la luz en las habitaciones. Llegó el turno de la radio. Siguió el auto, la computadora… Y de esta forma, paulatinamente fui evitando todo acto que representara una profanación de Shabat, hasta que lo logré, casi por completo. Un viernes por la noche no sabía qué hacer… Estaba aburrido; ‘No enciendo la radio, no viajo en auto… ¿en qué puedo ocupar mi tiempo?’ Recordé que cerca de casa hay un Bet Hakneset y fui hacia allá.
Toda la gente que concurría habitualmente a rezar allí me recibió con gran cordialidad. No sabían a qué había ido, pero de todas formas me dieron una bienvenida calurosa y agradable. Cuando terminó la Tefilá, sentí una elevación especial… Se acercó a mí el Rab y me invitó a compartir el banquete de Shabat en su casa. De más está decir el sentimiento que me embargó en ese momento. Yo, un pecador, invitado a la casa del Rab, compartiendo su mesa… Después del banquete, me pidió que lo acompañara al Bet Hakneset, donde dictaría, como de costumbre, su curso de Torá. Me hizo sentar a su lado y pude disfrutar de una clase emocionante. De esta forma comencé a recibir sobre mí el compromiso de cumplir las Mitzvot, y aquí me ven… convertido en un completo Baal Teshuvá.”
Un pequeño acto, como aflojar un foco antes de que comience Shabat, puede desencadenar una serie de cosas que consiguieron que quizá miles de generaciones se mantengan en el camino de la Torá. Hashem sólo te pide comenzar y Él hace el resto: Abran una puerta de Teshubá del tamaño del orificio de un alfiler y Yo les abriré un portal por el cual grandes carros y carrozas podrán pasar a través de él.[2]©Musarito semanal
“La diferencia entre ordinario y extraordinario es un pequeño esfuerzo”
[1] Shemot 10:22.
[2] Shir HaShirim Rabá 5.
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