El berit milá, Un Pacto Eterno
“Este es Mi pacto que guardarán entre Mí y ustedes, y entre tu descendencia después de ti: circuncidarse todo varón de ustedes” (17:9).
Abram era un gran astrólogo y había visto en las estrellas que su destino era no tener hijos de su esposa Sarai. Esto le hacía sentirse muy angustiado, debido a que él ya tenía 99 años de edad y Sarai contaba con 89 años.
Hashem se le reveló y le indicó que en sus manos estaba cambiar su destino. Le dijo que a partir de ese momento ya no estaría sujeto a la influencia de los astros, pues Él lo dirigiría, por lo cual le ordenó ser totalmente puro e intachable. La única falla que Abram tenía era que no estaba circuncidado. Por consiguiente, Hashem le ordenó: Circuncídate y entonces serás íntegro en todos los sentidos. Cuando cumplas este mandamiento obtendrás la garantía de que Mi pacto permanecerá siempre contigo. Te entregaré la Tierra de Kenáan y multiplicaré enormemente el número de tu descendencia.
Abram fue a pedir consejo a tres de sus amigos: Aner, Eshkol y Mamré. Aner le dijo: “Tú ya eres un anciano de 99 años de edad; ¿para qué poner tu vida en peligro?”. Por su parte, Eshkol dijo: “Si haces eso te ganarás muchos enemigos y no serás capaz de pelear contra todos ellos debido a la debilidad que sufrirás después de practicada la operación”. Finalmente, Mamré dijo: “Cuando Nimrod te arrojó dentro del horno en Ur Kasdim, Hashem te salvó. Cuando peleaste con los cuatro reyes y sus poderosas tropas, Hashem te concedió la victoria. Cuando hubo hambruna en la tierra de Kenáan, Hashem te mantuvo con vida. Él ha realizado por ti tantos milagros que debes obedecer Su mandamiento, sin importar lo que te pida”.[1]
Preguntan los Jajamim: “¿Acaso Abram dudó en proceder conforme a la orden de Hashem?”. Responden que Abram no dudó en hacer o no el berit milá; él tenía otras cuestiones en mente: quería poner a prueba a esos hombres para conocer su pensar y decidir si continuaba con su amistad o la abandonaba. Por otro lado, quiso santificar el Nombre de Hashem; él conocía las recomendaciones que le darían cada uno de ellos y, aun así, al llevar a cabo la circuncisión, todos se enterarían de que estaba dispuesto a arriesgar su vida con tal de cumplir la orden de Hashem. También dicen que él no estaba seguro de si la orden era circuncidarse por su propia mano o si debía hacerlo por medio de otro. En otra versión, se dice que él no sabía en qué parte del cuerpo tenía que circuncidarse: la oreja,[2] la boca,[3] el corazón[4] o el órgano masculino.
Uno de los mandamientos de la Torá consiste en la obligación de todo hombre de circuncidar a su hijo. Este mandamiento se cuenta entre las obligaciones más importantes que tiene un yehudí, pues todo el Judaísmo depende de él, debido a que la esencia de la Creación es que el yehudí viene a este mundo a esforzarse, a luchar por crecer, a mejorar sus características humanas y observar las mitzvot cada vez mejor. Por eso no llegamos “completos” al Mundo. Hashem nos dice: “Está en ti terminar el trabajo que Yo comencé”. El berit milá nos distingue como yehudim; estamos marcados de por vida como siervos de Hashem.
En 1910, el Señor Sam Aks emigró de Polonia a Inglaterra, donde se casó con Leá Rosen. Vivieron en Londres por un tiempo después de su boda y luego decidieron mudarse a Norfolk, Virginia, en los Estados Unidos, donde había mejores oportunidades económicas. Para ese entonces, Leá estaba esperando a su primer hijo y sus padres pensaron que, en su condición, no podía realizar un viaje tan arduo atravesando el océano. Sam viajaría solo, establecería un hogar en Norfolk y unos meses después del nacimiento del bebé Leá se reuniría con él.
El 10 de abril de 1912, en el puerto de Southampton, Inglaterra, había un gran bullicio. Los miembros de la tripulación y los pasajeros, entre ellos la señora Leá Aks, con su bebé en brazos, abordaban el barco más lujoso, robusto y majestuoso de esos tiempos. El barco hacía su viaje inaugural desde Inglaterra hasta Nueva York. La compañía constructora, White Star Line, afirmaba con orgullo que era el barco más rápido y seguro del mundo. Los dueños del opulento y gigante trasatlántico confiaban tanto en la invulnerabilidad de la embarcación que decidieron llamarla Titanic.
Leá fue conducida por el personal del navío hacia su camarote, que se encontraba en la tercera clase. El piso estaba ocupado por muchos otros inmigrantes que viajaban a Estados Unidos en busca de mejorar su posición económica. Diez pisos más arriba, la gente rica de la alta sociedad se acomodaba en los lujosos camarotes de primera clase.
Cuatro días después, cuando el barco estaba a 153 kilómetros al sur de los Grandes Bancos en Terranova, el “insumergible” barco golpeó de lado a un iceberg que se elevaba 30 metros sobre la cubierta. El casco de acero resultó seriamente dañado. En una hora, 25 000 toneladas de agua se abrían camino dentro de los compartimientos del barco. Veinte minutos después, tras consultar con Thomas Andrews, el diseñador del barco, el Capitán Edward Smith se dio cuenta de que la nave se hundiría en dos horas. Todas las personas a bordo morirían ahogadas en las álgidas aguas a menos que pudieran subir a los botes salvavidas, para luego ser rescatadas por barcos que pasaran cerca.
Los constructores llegaron a ser tan soberbios que pensaron que el barco flotaría eternamente; tan empecinados estaban con su idea, que los botes salvavidas eran insuficientes. ¡Más de mil personas iban a morir! ¡Es sorprendente la ceguera que produce la soberbia! Cuando el coloso comenzó a inclinarse, hubo pánico y caos. El capitán del barco ordenó que las mujeres y los niños fueran salvados primero.
En los camarotes de tercera clase, las mujeres pasaban al frente y a los hombres se les colocaba al fondo de un largo pasillo. Leá Aks sostuvo a su hijo en brazos y trató de llegar a la cubierta, pero la puerta que servía para que los pasajeros no invadieran las clases altas, estaba cerrada. La gente comenzó a empujar y la puerta se trabó por la presión de la multitud. Leá sentía que se ahogaba; gritó solicitando ayuda. Por fortuna, un marinero la vio con su bebé en brazos, trepó y con mucho esfuerzo consiguió cargar a la señora y a su hijo, pasándolos al otro lado de la mortal trampa. Una vez liberada corrió a cubierta, en donde las mujeres y los niños subían a los botes salvavidas. Leá esperaba al lado de la baranda, tratando de formarse en la línea para ser rescatada. Hacía muchísimo frío. La gente se empujaba tratando de abordar los botes salvavidas. Mientras tanto, debajo de ellos, el agua continuaba inundando el fondo del barco.
Un hombre forcejeaba con los marineros y, a empujones, consiguió llegar a uno de los botes salvavidas que estaba a punto de ser bajado al agua. Cuando los camareros del barco se dieron cuenta, lo forzaron a salir del bote gritando que, por orden del capitán del barco, las mujeres y los niños debían ser rescatados primero. De alguna forma, este hombre se las arregló para llegar a otro bote salvavidas y de nuevo lo sacaron a golpes de allí. El hombre estaba fuera de sí, consumido por la ira y la frustración. Volteó y vio a Leá parada allí con su bebé. En un momento de locura, corrió hacia ella y gritó: “¡Tú crees que las mujeres y los niños van primero! ¡Te mostraré que su sangre no es más valiosa que la mía!”. Acto seguido, arrancó el bebé de sus brazos y lo tiró por la borda…
Los hombres a bordo se abalanzaron sobre el loco, pero la acción ya estaba hecha…
Leá corrió horrorizada hacia la barandilla. La niebla provocada por la baja temperatura hacía que la visibilidad fuera casi nula. Pidió ayuda a gritos: “¡Mi hijo! ¡Por favor! ¡Salven a mi hijo!”. Clamaba con impotencia, sabiendo que era prácticamente imposible rescatar al niño de la abismal oscuridad que había detrás de la baranda, por donde había desaparecido el bebé…
La gente gritaba, el tiempo apremiaba, el trasatlántico cedía ante el fuerte oleaje, ¡los botes salvavidas debían partir cuando antes! Los marineros intentaban hacer entrar en razón a Leá para que subiera a uno de los últimos salvavidas. “¡No iré sin mi bebé!”, lloraba. Pero los oficiales insistieron en que tenía que salvar su propia vida. ¡No quedaba mucho tiempo! Ni tampoco botes salvavidas. La forzaron a soltar el barandal y la llevaron cargando hasta el bote. Las mujeres que se encontraban sentadas a su alrededor dentro del bote salvavidas trataron de consolarla, pero Leá lloraba histéricamente mientras que la lancha avanzaba con lentitud sobre el agua, alejándose del horror y la tragedia que vivían quienes no habían alcanzado todavía a salir… El Titanic se hundió dos horas y cuarenta minutos después de la colisión, llevándose consigo al fondo del mar helado a más de un tercio de las personas que viajaban en él.
Los botes salvavidas flotaron a la deriva por cuatro horas hasta que el trasatlántico Carpathia, que había captado las señales, alcanzó a llegar al lugar y rescató a los afortunados pasajeros que lograron salir del Titanic. ¡Sólo 703 fueron salvados; 1 523 personas murieron! La mayoría de los botes venían a la mitad de su capacidad…
Transcurrieron dos días. Leá Aks caminaba por la cubierta del Carpathia desconsolada y con la vista perdida. La imagen del niño cayendo al vacío la atormentaba: “¿Cómo explico a Sam que dejé que te arrebataran de mis brazos? ¿Por qué ese hombre no me arrojó mejor a mí…?”. Un golpe la sacudió, sacándola de sus pensamientos. Sin darse cuenta había chocado con una mujer que caminaba por la cubierta con un niño en sus brazos. Leá observó a la criatura y casi se desmayó. Antes de que recuperara el aliento, el pequeño la miró a los ojos y sonrió tiernamente. Leá lo reconoció y gritó: “¡Hijo mío! ¡Es increíble que te encuentres vivo!”. La mujer que sostenía al niño, la señora Elizabeth Ramell Nye, la observa con recelo y le dice: “Señora, me parece que usted no se siente bien. No sé de qué está hablando. Por favor, siga su camino”.
Una fuerte discusión se desató entre las dos mujeres. La señora Nye afirmaba que en realidad el niño no era suyo; había llegado a sus brazos mientras bajaba del Titanic en un bote salvavidas. Para ella era una señal del Cielo de que debía cuidar a este niño por el resto de su vida y no estaba dispuesta a entregarlo a la primera mujer que dijera ser la madre. Leá insistía que el bebé era suyo. La gente que se encontraba en cubierta escuchó los gritos y se acercó a ver qué pasaba. Cada uno opinaba sobre quién tenía la razón; unos decían que Leá estaba trastornada por la tragedia y otros decían que el bebé pertenecía a la señora Nye. El griterío llegó a oídos del capitán del Carpathia, Arthur H. Rostron, quien se acercó para ver lo que sucedía allí. Como autoridad del barco, debía decidir sobre el asunto. Leá estaba llorando histéricamente mientras que la Señora Nye insistía en su posición; no estaba dispuesta a entregar al niño.
Dentro de su oficina, el capitán Rostron escuchó el argumento de cada una. Después les dijo que era una situación complicada y les pidió algo de tiempo para pensar en una solución. El capitán caminaba hacia la puerta y Leá exclamó: “¡Un momento! ¡Puedo probar que ese niño es mi hijo!”. Leá habló con firmeza: “¡Soy judía, y mi hijo fue circuncidado! Capitán, ¿podría usted hacer constar que lo que digo es verdad?” (en Europa, en esa época, sólo los niños judíos eran circuncidados). El capitán Rostron desvistió al niño y vio que la señora Leá había dicho la verdad. Efraím Fishel, de diez meses de edad, fue reunido con su madre.
El Carpathia llevó a todos los sobrevivientes a Nueva York. Efraím fue criado en su legítimo hogar judío. Eventualmente creció, se casó y tuvo hijos y nietos. Murió en 1991, a los 80 años. Su esposa, Marie, relató que cuando Efraím era joven, caminaba varios kilómetros en Shabat para rezar en una sinagoga ortodoxa en Norfolk.[5]
Ser judío no es un accidente de nacimiento. Hashem escoge con extrema minuciosidad a aquellas almas que son más propicias para servirlo y las envía al mundo como yehudim para que formen parte de su Pueblo Santo. Estar circuncidado simplemente no es algo de lo cual uno se pueda jactar. El punto central de este mandamiento significa que uno debe temer a Hashem y no mancillar la marca de la circuncisión con el pecado. Si una persona comete pecados mediante su berit milá, con ello profana el pacto y no se le considera mejor que alguien que no haya sido circuncidado.
Cuando Hashem escogió a Abraham e hizo un pacto con él, fue acordado que sus cualidades serían transmitidas a su simiente. Cada hombre judío tiene el potencial de convertirse en Abraham. Se requiere que cada persona saque a la luz, desde las profundidades de su personalidad, las cualidades escondidas que ha heredado. Incluso si no logra alcanzar la cumbre de nuestros grandes Patriarcas, no hay duda de que cada uno puede aspirar a una excelencia más allá de su vista.[6] Tenemos un gran compromiso. Cada pareja de yehudim que se une en matrimonio para formar una familia no sólo tiene la responsabilidad de vestir y alimentar a sus hijos, nutrirlos físicamente, sino también alimentar su espíritu. Y sobre todo, introducirlos al Pacto Divino.©Musarito semanal
“El berit milá es un pacto eterno que cada varón judío graba en su cuerpo como señal indeleble de su pertenencia a Dios y a Su pueblo.”
[1] Bereshit Rabá.
[2] Irmiyá 6:10.
[3] Shemot 6:12.
[4] Debarim 10:16.
[5] Reflections of the Maggid, Rab Pesaj J. Krohn.
[6] Rab Avigdor Miller.
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