Identidad judía
“¿Acaso hallaremos a alguien como éste, un hombre en quien está el espíritu de Dios?” (41:38).
Al cabo de dos años de que el jefe de las bebidas fuera liberado, el Faraón soñó haber visto junto al río siete vacas flacas que devoraban a siete vacas robustas. El Faraón despertó de su sueño y volvió a soñar; esta vez siete espigas flacas se comieron a siete espigas llenas de granos.
El Faraón no entendía el significado de sus sueños y llamó a sus consejeros, pero nadie pudo interpretárselos. En ese momento, el jefe de los coperos recordó que Yosef, quien estaba en prisión, sabía hacerlo. Y entonces sacaron a Yosef y lo llevaron ante el Faraón. El monarca le relató sus sueños. Yosef aclaró al Faraón que no era su sabiduría la que interpretaba los sueños, sino que era la del Creador, que lo hacía por su intermedio. Entonces le explicó que los dos sueños representaban siete años de prosperidad para la economía egipcia, al principio, y posteriormente siete años de hambruna. Yosef recomendó al Faraón que nombrara a un administrador de la tierra de Egipto, y le explicó que debían almacenarse alimentos durante los siete años de abundancia para que fueran consumidos en los siete años de pobreza.
El Faraón se percató de que Yosef era un hombre de Dios, tanto en sabiduría como en percepción; entonces lo nombró administrador y le dio el puesto de Virrey de Egipto. Lo vistió con finas ropas, le puso el anillo real y un collar de oro, y le entregó la carroza del Virrey.
Es sabido que la Perashá de Miketz coincide siempre con la fiesta de Janucá. ¿Por qué las juntamos? ¿Qué es lo que tienen en común?
Esta Perashá relata la vida de Yosef. ¡Cuántas cosas le sucedieron! Quedó huérfano de madre a una edad temprana; fue vendido por sus hermanos y llevado a Egipto, a una tierra extraña donde fue vendido como esclavo. Allí se ve acosado por la esposa de Potifar y acaba preso en un oscuro calabozo…
No fue una vida fácil. Sin embargo, y a pesar de todas estas adversidades, Yosef mantuvo firme su confianza en el Todopoderoso. Por más sombría que pareciera su situación, siempre veía la luz a través de la adversidad. Libró las pruebas a las que fue sometido y ahora había llegado el momento de salir del encierro e irradiar su luz. De un solo salto logró ser Virrey de la nación más poderosa de aquella época. Pareciera que las pruebas habían terminado… pero no era así. Ahora venía la más difícil de todas.
Yosef debía afrontar el peligro de asimilarse y adaptarse a la vida social de la clase alta. Aun con su opulenta posición, supo conservar encendida la antorcha de la fe y la pertenencia a su Pueblo; mantuvo viva la observancia de la Torá que aprendió en casa de su padre.
Yosef era el único judío en Egipto. Él se comportaba como yehudí en toda situación. La Torá certifica su conducta: fue el mismo Yosef criado junto a Yaacob Abinu; él no cambió en nada. No copió ni se mezcló con los egipcios. El mismo Yosef que salió de la casa de Yaacob cuando lo vendieron, fue el mismo Yosef hasta el final de sus días.[1]
En Janucá festejamos la liberación de la nociva influencia griega sobre los yehudim.
Ellos forzaban al pueblo a abandonar sus raíces; la nación estaba sucumbiendo ante el oscurantismo de la filosofía helénica hasta que llegó Matitiahu, del poblado de Modiín, quien junto con sus hijos encendieron la fe en los corazones de Am Israel. Ellos se armaron de valor y salieron a la guerra, prendieron las antorchas de la libertad y luego las velas de la Menorá.
¿Cuántas veces en la historia hemos visto pueblos que han intentado arrancar a nuestro pueblo de sus raíces? ¿Cuánta gente ha ido a beber aguas de otros pozos y al final acaba extinguiéndose entre las tinieblas? ¿Cuántos imperios han desaparecido? ¿Cuántos nos han perseguido? Ellos ya no están y Am Israel sigue vivo.
¿Cuál es el motivo?
La razón de nuestra existencia es que mantenemos nuestra identidad, nuestra forma de vida judía; no cambiamos nuestra Torá por nada del mundo. Tenemos que vivir en el exilio, pero no nos asimilamos. No tomamos ideologías ni costumbres que son ajenas a nosotros. Dijo el Maharal de Praga: “El Pueblo de Israel fue comparado al fuego y los gentiles al agua. Si hay algo que separa al agua del fuego, por ejemplo, una olla, el fuego se mantiene y hasta evapora al agua. Pero si no hay nada que los separe, el agua termina apagando el fuego…”.
Un rico empresario enfermó muy gravemente. Por más esfuerzos que hicieron los médicos, lamentablemente el hombre murió dejando una inmensa fortuna a su único hijo. Lo más valioso de la herencia era un diamante único y especial de cien quilates. Era una joya muy especial y famosa entre los reyes y joyeros del mundo, y se conocía por el nombre de su dueño. El hijo comenzó a gastar la fortuna irresponsablemente hasta agotar el dinero de la herencia. Pero estaba tranquilo, pues sabía que aún poseía el diamante. Fue al banco, pidió un préstamo de cincuenta mil monedas y dejó en garantía la piedra.
Pasaron unos meses y gastó hasta el último centavo, por lo que pidió otro préstamo. La operación se repitió cuatro veces. La quinta vez, el gerente del banco le negó el préstamo argumentando que había agotado la línea de crédito. Triste y desanimado, el joven se fue caminando por la calle. Un amigo lo vio y le preguntó qué le sucedía. El irresponsable heredero le contó todo y el otro, con la mejor intención, le dijo: “Tengo la solución a todos tus problemas. Debes vender el diamante por un millón de monedas o más; pagas todas las deudas y te quedará una fortuna para volver a trabajar”. El joven le respondió: “Tienes razón. Al vender la piedra salgo de mis deudas rápidamente, pero venderla significa perder el honor de la familia. Mientras no la venda, seguirá siempre siendo ‘el diamante de la familia...’. Y a pesar de que mis cuentas o mi situación financiera no sean como lo hubiera deseado mi padre, en algún momento puedo rencontrarme con la fortuna. Pero una vez que lo venda, ya nunca más el diamante único y especial será llamado con nuestro apellido; entonces habré perdido mi honor para siempre”.[2]
La moraleja es: ningún miembro de Klal Israel está dispuesto a ceder su identidad. La historia lo demuestra; ¿cuántas veces hemos escuchado o leído relatos de judíos que, por desgracia, se alejaron del cumplimiento de las mitzvot, pero cuando se trata de salvaguardar el honor y aquel precioso diamante que lleva nuestro nombre, “el yahadut”, han entregado incluso sus vidas?
El milagro de Janucá fue con el aceite de oliva, para enseñarnos el mismo concepto: el aceite no se mezcla con el agua.
Yosef no se mezcló, no se asimiló; llegó a ser Virrey de Egipto. Los macabim no se mezclaron, no cambiaron la Torá por las mitologías, deportes o cultura griega. Ellos fueron judíos desde el principio hasta el fin. Por eso el milagro llegó.
Esta es la similitud entre la Perashá que habla de Yosef y el milagro de Janucá. Es un ejemplo de judíos que viven con gentiles y no se asimilan ni pierden su identidad ni su forma de ser.
Janucá no es sólo una victoria militar; Janucá no es sólo expulsar al intruso que quiso doblegar al pueblo. Janucá es la lucha que sigue hasta el día de hoy entre la luz y las tinieblas, entre la Torá y lo contrario; entre amar, desear y honrar el hecho de ser judío en todos sus detalles, o irse por otro camino y perderse entre las naciones.
La Menorá representa el corazón de Israel, y en ese corazón arde una pequeña llama que no puede apagarse.
La palabra Janucá proviene de la palabra jinuj, que quiere decir “educación judía”. Debemos mostrar a nuestros hijos, por tanto, cómo vive un yehudí. El judío debe caminar con su identidad a todo lugar a donde vaya.
Nuestro compromiso y nuestro desafío en la vida es que LA VERDAD de nuestra Torá sea pasada de generación en generación, hasta el día en que todos reconozcan a Hashem y podamos tener la dicha de la redención final, pronto en nuestros días Amén. ©Musarito semanal
“Pues tú eres un pueblo santo para el Eterno. Y a ti te escogió el Eterno como nación atesorada de entre todas las naciones que están sobre la faz de la tierra.”[3]
[1] Rashí, Sifrí, Debarim 32:44.
[2] Od Yosef Jai; Rab Yosef Jaim.
[3] Debarim 14:2.
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