La discordia
“Todos somos hijos de un mismo padre…” (42:11).
Los siete años de abundancia que Yosef profetizó habían concluido; ahora vendrían los siete años de hambruna.
El ahora Virrey ordenó abrir todos los depósitos y vendió a los egipcios las provisiones que se almacenaron durante los años de abundancia. Los países vecinos también sufrían hambre y sus habitantes recurrieron a Yosef para comprar alimentos.
La terrible escasez de la tierra de Kenáan obligó a Yaacob a enviar a sus hijos a Egipto para comprar provisiones, pero no permitió que el menor de ellos, Biniamín, fuera con ellos, temiendo que sufriera algún daño durante el viaje.
Cuando los hijos de Yaacob llegaron, Yosef los reconoció de inmediato. Actuó con ellos como un extraño y no les reveló su identidad. Les habló rudamente y los acusó de espías. Ellos negaron la acusación con vehemencia y le dijeron que eran todos hermanos: Todos somos hijos de un mismo padre, y que habían ido sólo a comprar alimentos.
Yosef fingió no creerles y se mantuvo en la posición de que ellos eran espías. Entonces Yosef les solicitó que trajeran a su hermano menor para probar que lo que estaban diciendo era cierto. Los hermanos no podían creerlo; al decir a Yosef esa gran verdad: todos somos hijos de un mismo padre, estaban también incluyéndolo a él.[1]
Dos obreros que llevaban laborando veinte años en una fábrica recibieron el pago por la jornada laborada. Cuando vieron la cantidad que contenía el sobre, pensó cada uno para sí: “Con esta miseria, apenas me alcanza para sobrevivir…”.
Mientras salían de su lugar de trabajo, se encontraron y uno dijo al otro: “¡Qué felicidad tendría si este mes cobrara un sueldo que fuera el doble de lo que recibo normalmente!”. El otro, que guardaba odio a su compañero por tantas cosas que habían sucedido a lo largo de tantos años, le propuso: “Si me permites que te golpee treinta y nueve latigazos en tu espalda, estoy dispuesto a entregarte mi sobre”.
El otro se detuvo y pensó: “Son muchos latigazos, pero mis deudas también están a la par. Los golpes pueden sanar. Mis acreedores no están dispuestos a seguir esperando, así que adelante…”.
Llegaron rápidamente al acuerdo y así uno pudo descargar el odio acumulado y el otro obtener un sueldo doble, a pesar de las heridas recibidas. Cuando el que había golpeado a su compañero de trabajo llegó a su casa, la mujer lo ve y le pregunta: “Pero, ¿qué te sucedió? ¿Por qué estás tan contento? ¡No me digas que por fin te ascendieron de puesto!”.
“No, me sucedió algo todavía mejor. ¿Recuerdas al fulano de la fábrica que tanto me ha hecho sufrir? Pues, ¿qué crees que le hice? Hoy me las cobré todas juntas…” Y entonces le contó lo que había sucedido.
La mujer no podía creer lo que estaba escuchando y le dijo: “¡No te entiendo! ¿Cómo te atreviste a regalar a ese hombre el dinero que tanta falta nos hace? ¿Qué necedad te llevó a cometer semejante bobería? ¡Te advierto: vas con ese hombre y recuperas ese dinero, o de lo contrario, no te permito entrar de nuevo a la casa!”. Sin más remedio, el hombre fue a la casa de su compañero de trabajo y le preguntó: “¿Qué me pides para devolverme mi sueldo?”.
El otro, que estaba aún sufriendo las heridas causadas por los latigazos, le contestó: “Si me permites darte treinta y nueve latigazos, te lo devolveré”. Así hicieron y concluyeron el episodio cada uno con el mismo sueldo en sus manos, sólo que con las espaldas destrozadas. En algún momento creyeron que prevalecía uno sobre el otro, pero al final ambos resultaron perjudicados.
El mensaje es claro: en un pleito generalmente no hay ganador ni vencedor; ambas partes siempre pierden algo. La verdadera ganancia viene cuando no se participa en una discusión.
La persona debe reforzarse, hacer acopio de mucha energía para alejarse y escapar de las disputas como si escapase de la muerte.
Sobre aquel que se abstiene de responder cuando lo ofenden está escrito: Y los que quieren a Hashem son como el sol en su esplendor. Los Jajamim explicaron sobre el versículo: La Tierra cuelga sobre la nada,[2] que el mundo se sostiene por quien cierra su boca durante un pleito.[3]
Si vemos el fondo de lo que provoca una discusión, vamos a encontrar que habitualmente recae sobre la vanidad: si la persona cavilara un poco acerca de su origen y su final, en realidad, ¿qué somos? Polvo de la tierra. Que nos honren o nos desprecien, ¿hace alguna diferencia en nosotros?
Pero el ofendido en el momento es aconsejado por su instinto maligno: “¿Quién se cree? ¿Acaso voy a rebajarme ante él…?”.
Un pleito no se mantiene con una sola persona. Si una de ellas es perseguidora de la paz, puede conducir al otro también por el mismo camino.
El egoísmo es otro de los detonantes de los pleitos y es uno de los principales motivos por los que generalmente uno no quiere perdonar al otro. El egoísmo hace que estemos inmersos y concentrados sólo en nuestros deseos, y nuestro dolor, cuando de tanto que nos sentimos a nosotros mismos no sentimos a quien está a nuestro lado; no nos permite perdonar ni dejar pasar un posible error; no nos permite pensar que a lo mejor nuestro compañero está pasando por un dolor superior al nuestro, y no tuvo intención de lastimarnos; o simplemente necesita que le demos la oportunidad de arrepentirse…
Una persona inteligente entiende que quien se rebaja para perseguir la paz, en realidad se ennoblece y eleva. Busca la paz y persíguela.[4] Escapa del pleito como el que se escapa del incendio, pues en realidad es un fuego que consume hasta el fin.
Cuando alguien se da cuenta de que está a punto de empezar un pleito, inmediatamente debe buscar la manera de conciliar, o de ser necesario, separar a las personas implicadas en la controversia, antes de que la flama se incremente y se convierta en un fuego incontrolable. La disputa acaba con el dinero, el cuerpo y el alma; la paz es muy importante, pues es allí donde Hashem manda la bendición de vida por siempre.
Es relativamente fácil mantener la paz con aquellos que tenemos poca relación. La prueba verdadera es con los que realmente convivimos: la familia y amigos. Ahí surgen las distintas ideas y opiniones.
En la mayoría de los casos, después de que explota la ira y las personas se separan, pasa poco tiempo y ya no recuerdan cómo comenzó la discordia. El pleito es como un río que se desborda.[5]
El hombre tiene la obligación de perdonar la ofensa y rebajarse en honor a su Creador, buscando la paz con toda su fuerza.
Un abrej se encontraba gravemente enfermo. Después de que agotó todas las opciones médicas, comenzó a visitar, por un lado, las tumbas de los grandes Jajamim de todos los tiempos, para que rogaran por él; y por otro lado, golpeó a las puertas de las casas de los Grandes de nuestra generación, en busca de bendiciones y consejos que le permitieran curarse.
Decidió ir a Merón, donde se encuentra la tumba de Rabí Shimón bar Yojay, para rogar e implorar allí. Pero antes de hacerlo, fue a ver a uno de los grandes tzadikim de esta generación y le contó sobre el viaje que tenía pensado hacer. El Rab lo bendijo desde lo profundo de su corazón, y cuando escuchó que viajaría a Merón, le dijo: “Por favor, te pido que cuando estés frente a la tumba de Rabí Shimón bar Yojay, dejes esta carta encima de su lápida”. El abrej solicitó al Tzadik una explicación sobre la extraña solicitud.
El Rab le respondió: “Bien, te diré de qué se trata. Pero antes debes saber que tienes en tu casa una mujer tzadéket, fuera de lo común. Voy a relatarte una historia que ocurrió poco después de tu boda. Una persona ofendió a tu esposa gravemente. Cuando el agresor se dio cuenta de su gran error, reconoció el pecado que había cometido y fue a pedirle perdón. Pero ella se negó rotundamente a escucharlo. No quería perdonarlo. El agresor se presentó en mi casa y preguntó qué podía hacer para convencer a la mujer. Cuando vi el corazón destrozado de esta persona, envié un mensajero para que hablara con ella y le pidiera que perdonara a este hombre por lo que había hecho, pero ella se negó a disculparlo. Pasaron varios días hasta que finalmente se convenció y lo perdonó de todo corazón. Cuando me enteré de que había cedido, me dio mucho gusto y le pedí que escribiera su perdón, de puño y letra, en dos hojas. Una copia quedaría para ella, y la otra debía entregármela a mí”.
Indicó entonces el Rab al abrej: “Cuando viajes a la tumba de Rabí Shimón bar Yojay, en Merón, lleva la carta donde está escrito el perdón de tu esposa, y antes de comenzar a rezar, apóyala sobre la tumba y ruega por tu esposa, para que no enviude, por el mérito de haber dejado pasar el pecado y de haber perdonado a quien la lastimó”.
El abrej siguió las instrucciones. Llevó la carta y al llegar a la tumba en Merón vertió lágrimas a mares rogando por la salvación de su esposa, para que no quedara viuda y que, por el mérito de ella, también él se salvara y fuera curado de su enfermedad. Al poco tiempo de regresar, después de su conmovedora tefilá, los estudios realizados mostraron que la temible enfermedad había desaparecido…[6]
Todos somos hijos del mismo padre.[7] Delante de Hashem, todos somos como un solo hombre. A Él le duele mucho cuando ve a sus hijos peleando. Cuando un padre ve que sus hijos lo quieren, pero ellos se odian, sufre un gran dolor. Y es feliz aun cuando los hijos no lo quieran, pero entre ellos hay amor…[8] ©Musarito semanal
”El oro preguntó al hierro: ‘¿Por qué gritas tanto cuando te golpean? ¡A mí también me golpean y no hago tanto ruido como tú!’ (el hierro suena más fuerte que el oro cuando se le martilla). El hierro le respondió: ‘A ti te golpean con hierro, que es un metal distinto del tuyo, y gritas cuando te duele. Pero a mí me golpean con hierro, que es de mi propia familia. ¡Y grito más fuerte porque me duele mucho más...!”219
[1] Rashí.
[2] Iyob 26:7.
[3] Julín 89a.
[4] Tehilim 34:15.
[5] Sanhedrín 7a.
[6] Rab Shelomó Levenstein.
[7] Pele Yoetz, pág. 605, Disputa; Rab Yosef Papo.
[8] Extraído de “Y serán un solo cuerpo”, pág. 80; Rab Rafael Freue.
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