Cuando los lazos que nos unen son fuertes, no hay poder que pueda vencernos
“Todos ustedes están firmemente parados en este día delante de Hashem: los jefes de sus tribus; los ancianos; sus oficiales; todo hombre de Israel; sus niños; sus esposas, y el extranjero quien está en medio de tu campamento, desde el leñador hasta el aguatero” (19:9-10).
El primer pasuk de la Perashá nos enseña que delante de Hashem todos los yehudim somos iguales. A nuestros ojos hay personas que tienen diferentes roles y que el valor de unos podría parecernos más grande que el de otros. Hay una halajá que dicta que el yehudí está obligado a sacrificar su vida antes que matar a otro, porque nadie puede decir que su sangre es más valiosa que la de otro. Uno debe entregar la vida aun si la víctima es el más erudito o el más simple de los simples, quien parece no haber hecho nada para la sociedad.
Uno podría pensar que la vida de unos vale más que la de otros, pero ésa no es la posición de la Torá. Ante Hashem, el más grande y el más pequeño, todos son iguales. El Talmud cuenta acerca de un hombre que cayó en estado de coma y, cuando emergió de éste, informó que había tenido una visión del Cielo. “Lo que yo vi era un mundo boca abajo”, dijo. “Los grandes eran humillados y los humildes eran grandes.” Su padre lo corrigió: “No”, dijo; “lo que tú viste era el mundo justo. Es el mundo que nosotros vemos con nuestra percepción humana el que está trastocado.” Nosotros no deberíamos confundir la dignidad y respeto que debemos mostrar a una persona, proporcionalmente a su cargo en la jerarquía social, con lo que realmente vale. Esto es conocido sólo por Hashem…
Cierta vez un alumno invitó a Rabí Israel Salanter a cenar en Shabat con él. El Rab respondió que no participaría a menos que conociera previamente el programa de la noche. El anfitrión le contestó que se cuidaba en todos los detalles de la Halajá. “La carne es glatt kosher”, contó; “la cocinera es una mujer muy minuciosa y recatada, viuda de un sabio; y mi esposa entra de tanto en tanto para controlar lo que ocurre en la cocina. Cada Shabat hacemos un banquete. Entre plato y plato estudiamos Torá a fin de que la comida no sea como para quienes viven para comer; estudiamos algunos preceptos en el Shulján Aruj; entonamos zemirot y así disfrutamos hasta altas horas de la noche.” Una vez que Rabí Israel escuchó, aceptó la invitación en forma condicional: que redujera el programa en dos horas. Sin otra alternativa, el alumno aceptó.
Llegó la noche, comieron plato tras plato y en menos de una hora ya se lavaban las manos para recitar Birkat HaMazón. Antes de comenzar esta bendición, el alumno se dirigió a su maestro y le preguntó: “¿Hubo algo malo en mi cena?”. Rabí Israel no respondió, pero pidió que llamaran a la viuda cocinera y le dijo: “Discúlpeme, señora, por hacerla apurarse y cansarla esta noche sirviendo la comida sin pausa”. “¡Al contrario! Que Hashem lo bendiga”, contestó le viuda. “Me encantaría que usted fuese invitado todas las semanas. Mi patrón suele tener cenas que terminan muy tarde en la noche y termino muy cansada de mi trabajo, que se extiende todo el día, y mis piernas ya no pueden más. Hoy, gracias a usted, terminaron rápido y ya estoy libre para ir a casa.” Rabí Israel se dirigió a su alumno: “Aquí está tu respuesta. Tu conducta respecto a la comida es excelente… Siempre y cuando no dañes a otra persona”.
Ser considerado con los demás es algo de lo que más cela Hashem, debido a que cada yehudí es hijo único de Hashem y, por tanto, no hay dolor más grande que el que un hermano inflige a otro.[1] Cuando un padre ve que sus hijos lo quieren, pero que ellos se odian, sufre un gran dolor. Y es feliz aun cuando los hijos no lo quieran, pero entre ellos hay amor.[2]
Hashem valora a aquellos que hacen acciones buenas por amor a Él, pero Él quiere aún más a los que hacen lo imposible y dan más de sí mismos a otro judío.
Al Rab Jaim de Volozhin se le pidió su opinión respecto al ataque de Napoleón a Rusia. Él respondió que él no era profeta, pero que podía contar una parábola al respecto:
Un acaudalado hombre que viajaba en su flamante carruaje conducido por cuatro corpulentos caballos quedó atascado en el lodo. Había nevado durante varios días y los caminos estaban llenos de barro. El carruaje se desvió del camino principal y sus ruedas se hundieron en el fango. A pesar de que golpeó duramente a sus caballos, no logró mover la carreta de su lugar.
Un campesino pasaba por allí con tres flacos caballos. “¿Puedo ayudarle?”, preguntó amablemente el campesino. “¿Cómo piensas hacerlo?”, preguntó escéptico el comerciante. “Desate las riendas de sus caballos y permita que mis caballos saquen la carreta.” “¡¿Acaso crees que tus endebles caballitos pueden tener más fuerza que mis fuertes animales?!”. El campesino insistió hasta que el comerciante accedió a la petición del campesino.
Tan pronto como se unieron los caballos al carruaje, el campesino les dio un fustazo y los animales sacaron lentamente el carro del barro. El noble echó una mirada incrédula a lo sucedido y preguntó al campesino si tenía idea de por qué sus desnutridos caballitos habían conseguido lo que sus fuertes animales no lograron. El campesino preguntó al noble dónde había adquirido sus caballos, a lo que le respondió: “Cada uno de ellos fue seleccionado de las más prestigiadas caballerizas del mundo”. “¡Pues ese es precisamente el problema!”, dijo el campesino. “Sus caballos son rivales entre sí y sienten enemistad el uno hacia el otro. Cuando uno es castigado, los otros se alegran y no tratan de ayudarlo. En cambio, mis tres caballos podrán ser pequeños, pero son hermanos: cuando uno de ellos es castigado y los otros dos tratan de protegerlo con todas sus fuerzas; por eso mis caballos lograron lo que los suyos no pudieron.”
“Esa es la diferencia entre los soldados de Napoleón y los de Rusia”, dijo Rab Jaim. “El ejército de Napoleón está compuesto de soldados de diferentes nacionalidades, capturados en las batallas. Sin embargo, los rusos están unidos; todos pelean por el mismo fin: defender a su patria. Por esto tienen mejores posibilidades de resultar victoriosos.”[3]
Está próximo el temible día de Rosh HaShaná. En él rendiremos cuentas ante nuestro Creador. Se decidirá en esos momentos la suerte de los países y de todas las personas. Es sabido que cuando el Pueblo Judío está unido, nada ni nadie puede dañarlo. Si alguien quisiera romper toda las nueces de un saco al mismo tiempo, no podrá, sino que debe romper una por una. Unidos podemos revocar cualquier acusación o decreto que pudiese haber en contra nuestra.©Musarito semanal
“La hermandad posee una fuerza enorme, pero sólo si esa hermandad está dirigida al Cielo.”[4]
[1] Shemot Rabá 1:29.
[2] Rab David Zaed.
[3] Amarás a tu prójimo, pág. 525, Rab Zelig Pliskin.
[4] Rabí Arié Leib de Gur.
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