Perek 1, Mishná 8 continuación…

 

 

Yehudá ben Tabai y Shimón ben Shataj recibieron la tradición [Torá Oral] de ellos [los sabios mencionados anteriormente]. Yehudá ben Tabai dijo: [Cuando seas juez] no actúes como asistente de los jueces; y cuando ambos litigantes estén ante ti, considéralos culpables, como si no tuvieran razón, pero cuando se alejen de ti, considéralos inocentes, ya que acataron el veredicto.

 

Yehudá ben Tabai decía: No te erijas como asistente de los jueces... Como aquellos hombres que arreglan y preparan las quejas de los querellantes frente a los jueces. Pues está prohibido que un hombre, siendo juez, revele el dictamen de la ley a cualquiera de los litigantes, sugiriéndole a uno de ellos: “argumenta así para que seas absuelto del juicio”, incluso si sabe que la ley lo favorece. Según otra explicación, la expresión: como asistente de los jueces, significa: como los grandes jueces, quiere decir, un discípulo que se sienta frente a su Rab, que no pretenda que él está siendo considerado “grande”, emitiendo dictamen.[1]

 

Otra versión dice así: no actúes como consejero, quiere decir, si tú mismo has cometido un error, no presentes escusas delante de Quien todo lo sabe, para justificar o eximirte de tu acto, se honesto, reconoce que te equivocaste, confiesa tu falta y enmienda tu camino; de esta forma, tu arrepentimiento será bien recibido, porque si pretendes absolverte evadiendo la responsabilidad de tus actos, no conseguirás el perdón del Todopoderoso.[2]

 

Esta interpretación de la Mishná es tan fundamental, que vamos a procurar traer una enseñanza ética basándonos en ella. ¿Por qué decimos que es tan esencial? Porque la primera falta cometida por el hombre, y la causante de que Adam y su mujer fueran expulsados del Jardín del Edén, fue por no haber reconocido que se equivocaron; muchos pensamos que el origen del destierro fue por desobedecer la instrucción del Eterno de no comer del fruto, pero el hecho de que no fueron castigados inmediatamente después de comer el fruto, nos demuestra que no fue así, después de la transgresión, el Todopoderoso se puso a conversar con Adam, dándole la oportunidad de perdonarlo al admitir su error. Sin embargo, en lugar de asumir la responsabilidad por su falta, culpó a Javá e incluso al Creador mismo por haberla creado. Entonces, el Eterno se dirigió a Javá, dándole la oportunidad para que se arrepintiera, pero ella también justificó su acto culpando a la serpiente. Y fue sólo entonces que fueron castigados por el pecado que habían cometido. De aquí vemos que, si ellos hubieran asumido responsabilidad por sus acciones cuando el Creador los confrontó, entonces estaríamos tal vez hoy, viviendo en el Jardín del Edén…[3]

 

Más adelante, encontramos en la historia un hombre que fue capaz de reconocer y hacerse responsable de sus acciones y sembró la semilla para corregir el pecado original de Adam y de Javá. Yehudá, el hijo de Yaacob, ameritó el reinado, una vez que Tamar, su nuera, estaba a punto de ser quemada en la estaca por su supuesto acto de adulterio, y a este hombre se le dio la oportunidad para que admitiera su participación en los eventos. Yehudá tuvo la oportunidad de permanecer en silencio, sentenciando de esta forma a tres almas a la muerte (Tamar y los mellizos que había en su interior). Sin embargo, en un momento decisivo de la historia, Yehudá aceptó valientemente su culpa y dijo: “Ella tiene razón, los frutos de ese vientre provienen de mí”. De este acto se engendró la simiente de David, quien mostró también ser descendiente de Yehudá, pues a pesar de haberse equivocado, fue absuelto y en consecuencia destronó al rey Shaúl y recuperó el reinado de Yehudá para la eternidad.

 

Cita el Talmud: en el momento en el que el profeta Shemuel confrontó al rey Shaúl, después de que este no destruyera a todo Amalek como le había sido ordenado. En lugar de admitir su error, Shaúl justificó sus acciones y negó haber pecado. Luego culpó al pueblo por haberlo presionado para que dejara con vida a algunos de los animales de Amalek, para que fueran ofrendados. Fue sólo después de un largo ir y venir que Shaúl finalmente se arrepintió, pero ya era demasiado tarde y Shmuel le informó que había perdido su derecho al reinado.

 

 En contraste, después del pecado de David en el incidente con Batsheva, el profeta Natán lo criticó duramente por sus acciones y aunque podía citar distintos argumentos, contestó de inmediato: “He pecado ante el Eterno”. A diferencia de Shaúl, David mostró su voluntad para asumir responsabilidad por sus errores al admitir su culpa de inmediato; esa predisposición hizo que fuera perdonado, y que recibiera otra oportunidad para continuar como rey, hasta el final de todas las generaciones.[4]

 

Hoy en día vivimos en una sociedad que evita asumir la responsabilidad de sus actos; muchas personas afirman que nadie puede ser culpado por su conducta, arguyendo que, la persona está predestinada a actuar en base al entorno, crianza, genética y sociedad en la que vive. Consecuentemente, los criminales pueden ser perdonados por sus transgresiones porque no tuvieron la oportunidad de elegir, y la gente puede tolerar las fallas que hay en sus actos, y en sus rasgos personales ya que estas, suponen, suelen ser incontrolables. La perspectiva de la Torá rechaza fuertemente esa postura. Cada persona posee la libre elección de decidir acerca del curso de sus acciones y si comete errores, debe reconocer y aceptar su culpabilidad y debe saber que posee la capacidad de enmendar cualquier acto o situación en la que se haya involucrado, sin embargo, el primer paso para conseguirlo es reconociendo el error.

 

El fundador del movimiento del Musar, Rabí Israel Salanter dejaba impactados por su increíble sabiduría a todos quienes lo escuchaban disertar, no tardaron los opositores que trataron de opacar la imagen, de aquella luz que iluminaba al mundo judío. Ellos lo invitaron a debatir contra el más sagaz de su grupo, el cual se empeñaba en hallar duras preguntas contra los comentarios de Rabí Israel. En el encuentro Rabí Israel con su increíble sabiduría refutaba todas sus acotaciones, hasta que planteó una pregunta que desestabilizaba sus palabras. Dejó el púlpito y descendió de la tarima. Luego contó a sus alumnos que en aquel momento se le ocurrieron cinco respuestas a la difícil pregunta, que serían aceptadas por quien la planteó, pero él mismo sabía que en verdad no eran correctas, y que en verdad aquél otro estaba en lo correcto, y por ello las rechazó y dejó el púlpito.

 

Agregó Rabí Israel a sus alumnos: “no crean que el reconocer que estaba errado me resultó sencillo, pues muchos pensamientos sobre el honor de la Torá, sobre mi influencia, surgieron en mi mente, indicándome que era correcto responder aquella pregunta con una respuesta que en verdad era incorrecta. Pero me puse firme y me reproché a mí mismo: “Israel, tú estudias Musar, y ¿qué ocurre con la virtud de la verdad? De inmediato reconocí mi error y descendí del púlpito.[5]  ©Musarito semanal

 

 

 

“Justificar un error lo duplica; reconocerlo, lo minimiza”.

 

 

 

 

 

 

[1] Rabbí Obadiá de Bartenura.

 

[2] Zejut Abot.

 

[3] Rab Moty Berger.

 

[4] Yomá 22b.

 

[5] Extraído de la revista Pájad David, Perashat Sheminí ;Rab David Pinto

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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