El mérito de la Mujer Judía
“...y tomarán para ti aceite de oliva puro, prensado, para iluminación, para encender la vela continuamente” (27:20).
Deborá HaNebiá (“la profetisa”) fue llamada también Eshet Lapidot, que significa “la Mujer de las Luces”. Ella condujo al pueblo de retorno a la Torá y a las mitzvot después de la muerte de Yehoshúa. También contribuyó a la derrota del ejército de Siserá de Yuvín, que oprimió a los yehudim en aquella época, a consecuencia de que se habían alejado del servicio Divino. La llamaron Eshet Lapidot debido a que ella, al ver que su esposo era un hombre simple y piadoso, pero incapaz de aprender Torá, quiso buscar méritos para él y para su familia.
¿Qué hacía? Se sentaba bajo la sombra de una palmera y allí preparaba con devoción las mechas que serían utilizadas en la Menorá del Mishkán. Retorcía las hebras entre sus dedos con dedicación y alegría, mientras pronunciaba plegarias y alabanzas al Creador. Una vez que terminaba las mechas, las entregaba a su esposo para que las llevara al Mishkán. Hashem declaró: “Tú quieres incrementar la luz de Mi casa; a cambio, Yo incrementaré tu luz, hasta que seas famosa en todo Yehudá e Israel”. Deborá mereció recibir Inspiración Divina y fue conocida como una de las siete mujeres a lo largo de la historia judía que recibieron el don de la profecía. (Ellas fueron: Sará, Miriam, Deborá, Janá, Abigail, Juldá y Ester). Aun después de la derrota de Siserá, Deborá continuó guiando al pueblo y juzgándolo por muchos años... “Sentada bajo la misma palmera en la que una vez fabricó mechas para la Menorá”. [1]
La Yeshibat Ponovitch es una de las yeshibot más reconocidas, de donde salieron muchos Grandes rabanim. Hasta la fecha sigue siendo una de las instituciones más grandes y reconocidas del mundo. Rab Yosef Shelomó Kanheman contó cómo fue que tuvo el mérito de construir la Yeshibá, y cuál fue la “piedra fundamental” de la misma: “Un abrigo viejo y un par de guantes”. Y relató una muy conmovedora historia de su niñez:
En una de las noches frías de invierno, en la aldea donde vivíamos, cuando el viento y el frío, acompañados por una fuerte nevada, penetraba en las casas de los habitantes, la madre de los seis pequeños niños de la familia Kanheman, muy preocupada, pensaba cuál de todos sus hijos tendría el mérito de ir al colegio al día siguiente, ya que en la casa había sólo un abrigo y un par de guantes, debido a la pobreza que sufrían. Después de llegar a la conclusión de que la Torá era de todos, y que desde el más grande hasta el más pequeño eran muy importantes, decidió levantar a sus hijos de madrugada, uno a la vez, y así los fue llevando, uno por uno, hasta el Talmud Torá. Todos usaron el mismo abrigo y el mismo par de guantes. Ella fue y vino en esa madrugada doce veces, seis de ida y seis de vuelta, pero todos participaron del Shiur de Torá, en el horario correspondiente.
La entrega de una madre por el estudio de Torá de sus hijos fue lo que incentivó a Rab Shelomó Kanheman para construir la Yeshibá en los momentos más difíciles, cuando nadie apostaba por el futuro que hoy conocemos. Similarmente, cuando las madres de Israel dedican su amor, su paciencia y su entrega a la fabricación de las “mechas”, que son los niños que en el futuro portarán la luz y harán alumbrar con su Torá al mundo entero, lo hacen debajo de la “sombra de la palmera”, dentro de su hogar, cuidando que el aceite se mantenga puro de la contaminación moral que impera en las calles. Ante la falta del Bet HaMikdash, la mesa en el hogar judío es equiparada con el Altar.[2] Las velas de Shabat representan a las velas de la Menorá. Es costumbre que en los hogares judíos las madres e hijas enciendan las velas de Shabat. Ellas son las que mantienen encendida la Luz de la Divinidad en el hogar. Cuando la mujer cumple con su deber en el hogar, tiene el mérito de ver y disfrutar los frutos de sus actos, y Hashem las ilumina para que puedan tener la inteligencia para poder guiar a sus hijos por el camino verdadero, y de esta forma los verá crecer con rectitud (como la palmera, cuyo tronco es recto). También contará con la ayuda Celestial para poder vencer al enemigo, que lucha acérrimamente por alejar a sus hijos del Servicio Divino.[3]
Cuando Rabí Akibá regresó a casa, después de veinticuatro años de estudios en la Yeshibá, acompañado por veinticuatro mil alumnos, una mujer se esforzaba por acercarse a él. Los alumnos, sin saber de quién se trataba, intentaban apartarla. Cuando Rabí Akibá se percató de ello, les dijo: “¡Permitan que se acerque, pues toda mi Torá y la de ustedes es de ella!”. Se trataba de Rajel, la esposa de Rabí Akibá, quien había dedicado su vida para que su esposo pudiera consagrarse al estudio de la Torá.
Cierta vez un Rab se encontraba impartiendo un curso a un grupo de mujeres. La mayoría de ellas tenía su propia fuente de ingresos y habían asistido a la conferencia porque el tema a impartir era: “Las funciones que debe ejercer la mujer dentro del hogar”. Obviamente se mantenían escépticas respecto al tema. A la mitad de la conferencia, una de las mujeres preguntó al Rab: “¿Podría decirme a qué se dedica su esposa?”. Él, con mucho orgullo y de manera entusiasta, y por supuesto, sin escatimar detalles, respondió: “Ella es directora de un refugio para niños en edad escolar. Trabaja allí desde hace varios años y efectúa su labor de forma gratuita. Les ofrece educación; se encarga de que estén bien alimentados y resguardados del frío; se ocupa no sólo de su salud física, sino psicológica, ¿y por qué no?, de su desarrollo espiritual. Cuando es necesario baja de su rol de directora y cumple los de chofer, enfermera, maestra, cocinera y todo lo que la situación le demande en el momento. Busca e invierte todos los recursos que sean necesarios para que esos niños, que de no ser por ella se encontrarían desamparados, tengan el desarrollo necesario para ser verdaderos hombres y mujeres de bien el día de mañana”.
Todas las mujeres, emocionadas y algunas con lágrimas en los ojos, aplaudieron y aprobaron esa labor tan abnegada, y felicitaron al Rab por tener una mujer tan bondadosa y caritativa, con tanto empuje y amor al prójimo. En ese momento el Rab añadió: “Por cierto, olvidé decirles que esos niños son nuestros ocho hijos”. ¡No hace falta decir cómo se sintieron estas mujeres ante esta acotación!
Hay quienes piensan que la mujer es relegada del cumplimiento de las mitzvot por considerarla un ser inferior. ¡No hay idea más desacertada! El rol de la mujer en el Judaísmo es más importante que el del hombre. Cuando Hashem estaba por entregar la Torá al Pueblo de Israel, dijo a Moshé: Así dirás a la Casa de Yaacob y anunciarás a los hijos de Israel…[4] Los Jajamim explicaron que la Casa de Yaacob se refiere a las mujeres de Israel, y a ellas debía dirigirse en principio Moshé, pues son las encargadas de educar a los hijos en el camino de la Torá, para así obtener el futuro eterno del pueblo en todas las generaciones. La mujer judía es la fábrica de las almas del Pueblo Judío. Sobre ella recae la educación natural de sus hijos; con sus palabras cálidas, suaves y dulces muestra a sus hijos cómo amar a la Torá, cómo hacer el bien a los ojos de Hashem y del prójimo. Una mujer virtuosa, ¿quién encontrará...? Confía en ella el corazón de su esposo y recompensa no le faltará.... Su boca habla con inteligencia y la Torá del favor está en su lengua... Se levantan sus hijos y la felicitan, su marido la alaba... Es mentira la gracia y vana la hermosura. La mujer temerosa de Dios es alabada.[5] En nuestra generación estos conceptos han perdido vigencia. Podemos comprar comidas preparadas, enviar la ropa a la lavandería, la sirvienta limpia la casa, la niñera cuida a los hijos más pequeños y las maestras los educan. ¿Y las madres? ¿Qué hacen mientras tanto?
No hay nada que suplante a la mujer en su hogar. En cada casa puede distinguirse la mano trabajadora de la mujer, o lo contrario, su pereza e indiferencia. La mujer que con alegría se dedica a su familia sin sentirse discriminada ni disminuida por la función para la que fue elegida por su Creador, no busca excusas para no cumplir con su tarea o exceptuarse del trabajo. No piensa que es despreciada dentro de las paredes de su hogar, ya que precisamente en él encuentra el lugar apropiado para desarrollar la fuerza espiritual de que dispone. ¿O acaso existe mayor felicidad para un hijo que encontrar a su madre en el hogar al regresar de la escuela?
Un hombre y una mujer que tuvieron mérito, la Shejiná se encuentra entre ellos; de lo contrario, el fuego los consume.[6] Cuando la pareja se esfuerza para que la Presencia Divina los acompañe y conducen su hogar con las bases de la Torá y el temor a Hashem, el shalom reina en ese hogar, ya que el objetivo que ambos persiguen es hacer la voluntad del Creador. En este punto, es fundamental el trabajo de la mujer, como bien lo atestiguan nuestros Sabios diciendo: “la casa... es la mujer”,[7] lo cual significa que es digno de llamarse hogar de acuerdo con el nombre de la mujer, por el sentimiento puro que ella posee. Bienaventurada la mujer que sabe valorar el legado que Hashem depositó en sus manos y es la responsable de que la Shejiná se pose en su hogar, educando a las futuras generaciones en el camino de los preceptos y asegurando nuestra continuidad como pueblo.[8]©Musarito semanal
“¿Cuál es el mérito de las mujeres? Que llevan a sus hijos al colegio a estudiar Torá y permiten a sus maridos ir a la yeshibá a estudiar Torá, y los esperan hasta que vuelvan de estudiar con el rab.”[9]
[1] Meguilá 14a.
[2] Jaguigá 27a.
[3] Rab Yerujam Levowitz.
[4] Shemot 19:3.
[5] Mishlé 31:10-31.
[6] Sotá 17a.
[7] Yomá 2a.
[8] Rab Rafael Freue.
[9] Debarim 32:29.
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