Honrar a los Padres
“Y amó Itzjak a Esav… Y Ribká amaba a Yaacob” (25:28).
Hay muchas opiniones acerca de cuál era el motivo de que Itzjak insistiera en dar mayor atención a Esav, mientras que Ribká se apegaba a Yaacob. Ribká reconocía la superioridad ética y moral en el comportamiento de su hijo Yaacob. Itzjak no era de la misma opinión. Al ver la forma en que Esav practicaba la mitzvá de honrar a los padres, Itzjak sentía que aún había esperanza de que su hijo algún día retomara todas las demás mitzvot y fuese tan cuidadoso en ellas como lo era con el precepto de honrarlo. Rabí Shimón ben Gamliel dijo que aun cuando él honraba a su padre, no lo hacía siquiera con una centésima parte con la honra que Esav brindaba al suyo.[1]
Cierto día, Rabí Abahu pidió a su hijo, Rab Avimi, que le trajera un poco de agua. Rab Avimi trajo el agua, pero el padre se había quedado dormido. Entonces Rab Avimi se quedó parado junto a él con el vaso de agua en las manos, hasta que despertó.[2]
Cuando Rabí Leib de Kelm era joven, regresó cierta vez muy tarde del Bet HaMidrash a su casa. Sus padres ya estaban durmiendo y él no tenía la llave consigo. A fin de no despertar a sus padres, permaneció en la calle toda la noche, a pesar del intenso frío.[3]
Un hombre llegó en cierta ocasión a la casa de Rabí Jaim Soloveichik y le planteó lo siguiente: su padre había enfermado en una ciudad distante y él se sentía obligado a hacer el viaje para visitarlo. Sin embargo, puesto que la mitzvá de respetar a los padres no exige que una persona gaste su propio dinero para honrarlos y el pasaje del tren le costaría dinero, ¿estaba igualmente obligado a ir? La respuesta cortante de Rabí Jaim fue: “En verdad, no estás obligado a gastar tu propio dinero en un pasaje de tren. Por tanto, ¡ve a pie…!”.
Rabí Yehoshúa ben Elam, uno de los más piadosos y eruditos maestros de su época, soñó cierta noche que le decían desde los Cielos: “Alégrate en tu corazón, pues tú estarás con Nanas, el carnicero. Su sitio y tu sitio están ya fijados. Estarán enterrados uno al lado del otro”. Cuando despertó, Rabí Yehoshúa se dijo desde lo profundo de su corazón: “¡Ay de mí! Desde que nací siempre sentí temor de mi Creador y no me ocupé de otra cosa más que de Torá. No caminé más de cuatro amot (unidad de medida usada en el Talmud) sin colocarme tzitzit y tefilín. Tuve ochenta discípulos a los que instruí, ¡y he aquí que mi esfuerzo es comparado con el de un carnicero!”.
Decidió ir a averiguar quién era ese hombre y cuáles eran las obras del que sería su vecino en el Gan Eden. Cuando arribó al lugar, preguntó: “¿Donde está Nanas, el carnicero?”. Los aldeanos le respondieron: “¿Por qué preguntas por él? Tú eres un piadoso, un sabio, ¿y estás buscando a un hombre tan simple como él?”. El Rab insistió: “¿Cuáles son sus obras?”. Los aldeanos le respondieron: “¿Para qué nos preguntas a nosotros? Conócelo por ti mismo”. Fueron a buscar al hombre y le dijeron: “¡Rabí Yehoshúa ben Elam te busca!”. Nanas les respondió: “¿Quién soy yo y quiénes son mis antepasados para tener el honor de que Rabí Yehoshúa me busque?”. Los hombres lo apuraron: “¡No importa! ¡Levántate y ven con nosotros!”. El hombre pensó que se trataba de una broma y les dijo: “No iré con ustedes”. Regresaron los mensajeros y dijeron al Rab: “Usted es luz para Israel y una corona para la Torá. ¿Cómo es que nos manda a buscarlo y él ni se atreve a venir?”. “Entonces”, dijo el Rab, “tendré que ir a buscarlo yo”. Cuando Nanas lo vio, saltó de su silla y se apresuró a ir hacia donde se encontraba el Rab. “Disculpe que no haya corrido a su encuentro. Nunca pensé que fuera yo digno de su presencia”. Rabí Yehoshúa preguntó: “¿Cuáles son tus obras y cuál tu ocupación?”. Nanas respondió: “Mi señor, soy carnicero de profesión. Tengo un padre y una madre muy ancianos, que ya no pueden pararse sobre sus pies. Todos los días, con mis propias manos, me ocupo de vestirlos, alimentarlos y asearlos”. Enseguida se levantó Rabí Yehoshúa y besando a Nanas en la cabeza, afirmó: “Hijo mío, ¡afortunado eres tú y bienaventurado es tu destino! ¡Qué bueno y qué agradable! ¡Y qué venturoso es mi destino, por tener el mérito de ser tu compañero en el Gan Eden!”.[4]
La Halajá señala que la mitzvá de respetar a los padres está inscrita en las Tablas de la Ley junto con las obligaciones respecto a Hashem y no con los mandamientos relacionados con el prójimo, pues quien no entiende su obligación con sus padres no entenderá su obligación hacia sus maestros; y quien no entiende su obligación hacia sus maestros, no entiende su obligación con el Todopoderoso. Y no nos equivocamos en el orden: padres, maestros, Hashem, pues los padres nos dieron el cuerpo, los maestros la educación y Hashem todo cuanto existe en nuestro entorno.
Aquel que no reconoce el bien que hicieron por él sus padres, es difícil que reconozca todo lo que su Creador hace por él.[5] El agradecimiento que debe sentir un hijo hacia sus padres es uno de los valores de toda la enseñanza del Judaísmo. La Torá lo convierte en una ley. La Torá exige de cada hijo e hija honrar a sus padres en pensamiento (considerarlos y estimarlos como personas célebres y notables), en palabra (hablarles de manera respetuosa) y acción. El hijo que da a su padre faisán asado para comer con mucha rudeza será castigado en consecuencia. En tanto que aquel que pone a su padre a trabajar en la rueda de un molino y lo hace con gran amabilidad, será bendecido en consecuencia. Si condicionas tu amor a quien dices querer, demuestras que sólo quieres a tu propio ser…
La ordenanza de honrar a los padres se encuentra dos veces prescrita en el Jumash.[6] La primera, cuando Am Israel se encontraba en un lugar que se llamaba Mará; la segunda se repite en los Diez Mandamientos. Haz tal cual Hashem te ha ordenado. “Con una vez es suficiente; ¿para qué repetirlo?”, preguntan algunos. Muchos tienen la impresión de que honrar a los padres es algo completamente lógico, algo que nos dicta nuestra comprensión humana; dado que nuestros padres se esforzaron para criarnos con amor y darnos lo mejor, es nuestra obligación devolverles respeto y honor. Lo que la Torá quiere mostrarnos aquí es lo siguiente: en el desierto, todos, jóvenes, ancianos, hijos y padres, eran mantenidos con el man, el cual caía del Cielo. Del mismo modo, la ropa milagrosamente crecía con ellos y era limpiada y planchada por las Nubes Celestiales. Los padres no tenían que trabajar para ganarse la vida y proveer a sus hijos con todas sus necesidades. Sin embargo, incluso bajo estas circunstancias, Hashem ordenó honrar a los padres. Vemos que el hecho de honrarlos no es un acto de reciprocidad en el cual los padres son “recompensados” por los hijos, sino que aun cuando los padres no hagan nada por sus hijos, o aunque hayan dado la vida por ellos, deben ser honrados; es decir, no porque exista una razón por ello, sino solamente porque es la voluntad de nuestro Creador.[7]©Musarito semanal
“Espera de tu hijo lo que has hecho con tus padres…”
[1] Bereshit Rabá 65.
[2] Kidushín 31b.
[3] Lilmod Ulelamed, pág 35; Rab Mordejai Katz.
[4] Basado en Yalkut Lekaj Tob.
[5] Séfer Hajinuj 1, Mitzvá 33.
[6] Debarim 5:16 y Shemot 15:25.
[7] Ketab Sófer.
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