Lashón Hará (difamación)
“Está será la ley del metzorá” (14:1).
La Guemará dice que una de las maneras de transformarse en un metzorá es hablando Lashón hará (calumnias).[i] La palabra metzorá es una combinación de otras dos: motzí (“que saca”) y rá (“el mal”); es decir, uno que saca el mal acerca de otra persona. El castigo que recibe el transgresor es nega tzaráat (llaga de lepra). La Torá prohíbe el lashón hará, ordenando: Lo telej rajil beameja (No habrá maledicencia entre tu pueblo). Estas palabras tienen un valor numérico de 883, el mismo de nega tzaráat, lo cual nos muestra que el pecado y el castigo son exactamente midá kenégued midá (“medida por medida”).
La enfermedad de tzaráat comenzaba con los síntomas que requerían cuarentena, esto para que la persona recapacitara sobre sus actos. Transcurridos siete días, era revisado de nuevo. Hashem, en su misericordia, no provocaba de inmediato la aparición de señales de impureza, porque Hashem siempre es paciente y espera a que el transgresor se arrepienta. Si después del aislamiento el pecador se arrepentía, entonces la enfermedad desaparecía. Hay una clase de pecado que era diferente, y la persona culpable padecía de inmediato los síntomas del tzaráat.
Este pecado no era, según lo que sería lógico pensar, asesinato, idolatría o inmoralidad. Era la ofensa de lashón hará, la acción de difamar al prójimo, prohibida por la Torá. No abras los labios si no estás seguro de que lo que vas a decir es más hermoso que el silencio…
Uno de los grandes desafíos de la humanidad es aprender a usar adecuadamente las palabras. De la comunicación depende, muchas veces, la felicidad o la desgracia, la paz o la guerra. Las palabras deben ser siempre verdaderas; de esto no cabe duda. Mas la forma con que debe ser comunicada es lo que provoca el éxito o los problemas entre las personas. La verdad puede compararse con una piedra preciosa. Si la lanzamos contra el rostro de alguien puede herir, pero si la envolvemos con una delicada tela y la ofrecemos con ternura, ciertamente será aceptada con agrado. La persona debe mantener sus palabras suaves y tiernas, porque el día de mañana tendrá que comérselas.[ii]
Un rey soñó que había perdido todos los dientes. Al despertar, mandó llamar a un sabio para que interpretase su sueño. “¡Lo que soñó es terrible, mi señor!”, exclamó el sabio. “Cada diente caído representa la pérdida de un pariente.”
“¡Qué insolencia!”, gritó el rey enfurecido. “¿Cómo te atreves a decirme semejante cosa? ¡Fuera de aquí!”. Llamó entonces a su guardia y ordenó que le dieran cien latigazos...
Más tarde ordenó que le llevasen a otro sabio y le contó el sueño. Después de escuchar al rey con atención, le dijo: “¡Mi rey! Veo en su sueño algo bueno para usted. El sueño significa que debido a su bondad le ha sido concedido el mérito de tener una larga vida, al grado que será usted el último de sus parientes que deje este mundo”. Se iluminó el rostro del rey con una gran sonrisa y ordenó que le dieran cien monedas de oro.
Cuando este sabio salía del palacio, uno de los cortesanos le dijo, admirado: “¡No puedo creerlo! La interpretación que diste al rey fue la misma que dio el primer sabio. No entiendo por qué al primero le pagó con cien latigazos y a ti con cien monedas de oro”.
Para conocer la manera permitida de hablar debemos designar un tiempo al día o a la semana para estudiar las leyes de Shemirat HaLashón que se encuentran hoy en todos los idiomas y en todas las presentaciones, a fin de saber cómo, cuándo y dónde hablar. Además necesitamos hacer mucha tefilá para que Hashem nos ayude a salir bien librados de esta tremenda prueba. El Jafetz Jaim acostumbraba decir que muchas personas estaban equivocadas respecto a su libro sobre lashón hará. “No es un libro que vaya en contra de que se hable”, solía decir el Jafetz Jaim. “Por el contrario, el libro da permiso a la persona para que hable. ¿Cómo puedes hablar, antes de conocer las leyes? Podrías estar transgrediendo inadvertidamente una prohibición impuesta por la Torá; sin embargo, una vez que hayas estudiado las leyes respectivas, sabrás lo que está permitido decir.”[iii]
El Jafetz Jaim fue el invitado de cierto shojet para Shabat. Antes de la Seudá Shelishit, el Jafetz Jaim oyó que el shojet refería a su esposa que cierto carnicero había engañado a uno de sus clientes. El Jafetz Jaim salió silenciosamente de la casa y se fue a otra parte.
Cuando el shojet vio más tarde al Jafetz Jaim, le preguntó por qué no se había quedado a comer en su casa, a lo que el sabio respondió: “No tenías ningún derecho de hablar lashón hará del carnicero a tu mujer. Si lo que dijiste fuese cierto, deberías haberlo censurado tú mismo, o informar de ello a un rabino para que lo reprendiera. ¿Cómo puedo permanecer junto a alguien que no es cuidadoso con lo que habla?”.[iv]
Por sus palabras se reconocen los sabios, pero más por mantener cerrados sus labios.[v]
El Jafetz Jaim agregó: “Voy a relatarte algo que me sucedió hace varios años: en mis años de aprendiz solía caminar al lado de mi maestro. Un caluroso día, habíamos salido de la ciudad y el sol caía sin piedad sobre nuestras cabezas. Milagrosamente encontramos dos charcas de agua y cada uno de nosotros se agachó a tomar del vital líquido. Yo me precipité a beber con avidez, mientras que el maestro tomaba suavemente pequeños sorbos de agua. Le pregunté: ‘¿Acaso no tiene sed?’. ‘¡Por supuesto que sí!’, me contestó. ‘Por eso estoy bebiendo despacio. Observa el agua que estás tomando; la tomaste con tal brusquedad que la tierra que tenía debajo se mezcló y la enturbió. Por el contrario, yo la tomé suavemente y obtuve sólo agua limpia…’. Esta fue una de mis más grandes enseñanzas. Aprendí a no hablar precipitadamente. Entendí que todo se puede decir; solamente hay que saber cómo decirlo...”
Veamos algunos ejemplos de lo grave que es el lashón hará:
El lashón hará trajo la muerte al mundo. Cuando la serpiente en el Gan Eden difamó a Hashem diciendo a Javá: “¡Él te prohibió que comieras del Árbol del Conocimiento debido a que teme que tú te le parezcas y que también crees mundos!”.
El suceso de Yosef fue consecuencia de hablar lashón hará de sus hermanos.
En el desierto, nuestros antepasados pusieron a prueba al Todopoderoso diez veces; hasta hicieron un Becerro de Oro. Sin embargo, no fueron condenados a muerte por ninguno de esos pecados. Sólo hasta que los espías hablaron lashón hará de la Tierra de Israel fueron castigados y, hasta hoy, seguimos pagando con el exilio.
Si David no hubiera aceptado el lashón hará, su reinado no se hubiese dividido y las Diez Tribus no hubieran sido exiliadas de la Tierra.
Durante la existencia del segundo Bet HaMikdash, unos se odiaban a los otros sin causa alguna. Este odio los condujo a hablar lashón hará sobre el prójimo. El castigo severo de la destrucción y el exilio fueron causados por lashón hará. El que quiere vida puede conseguirla con su lengua, e igualmente el que quiere la muerte puede conseguirla con su lengua.[vi]
En una ocasión un shalíaj (recolector de fondos para el sostén de yeshibot en Israel) viajó a Roma para encontrar donadores que pudieran sacar del déficit financiero a una yeshibá. Fue al Bet HaKenéset y le refirieron a un reconocido doctor que poseía una lujosa mansión en uno de los barrios más ricos de la ciudad. Cuando llegó, fue recibido calurosamente por el anfitrión. Le ofreció comida y bebida, para después instalarse en el despacho del galeno. El shalíaj comenzó a relatarle la difícil situación por la que estaban pasando en la yeshibá.
Después de que terminó, el doctor sacó su chequera y le dijo: “Ya no te preocupes. Voy a extenderte un cheque por cincuenta mil dólares”. El shalíaj casi se va de espaldas. “Ven”, le dijo el anfitrión. “Vamos a contar a mi esposa tu situación. Posiblemente ella también quiera cooperar.” Después de una corta explicación, la mujer extendió un cheque por otros veinte mil dólares. El shalíaj pensó que se trataba de un sueño. “Ahora te presentaré con mis hijos”, le dijo el anfitrión. Lo llevó y cada uno de ellos hizo lo propio. El shalíaj ya tenía en su mano cheques por ochenta mil dólares. El hombre lo llevó a su oficina y le dijo: “Ahora que ya tienes en tu mano los donativos, necesito que respondas a una duda que tengo acerca de una Mishná. Si me la contestas, los cheques serán cubiertos; de lo contrario, tendrás que buscar por otro lado”. El shalíaj pensó: “Si es una Mishná, será fácil de contestar”. Aceptó el reto y el médico sacó un pesado libro del tratado de Guitín; lo abrió en la página 82a, se lo mostró y le dijo: “Explícame, por favor, lo que dice aquí: ‘El mejor de los doctores se va al infierno’”.
El shalíaj comenzó a exponer que, debido a la práctica de la medicina, el médico en ocasiones se olvida de la fe... El galeno no quedó conforme con la explicación, por lo que el shalíaj, temiendo por la jugosa suma que se estaba derramando entre sus dedos, probó con otros comentarios que aparecían en los comentaristas, y también probó con lo que dice el Zóhar…
El anfitrión sólo movía su cabeza de un lado a otro, demostrando su inconformidad con la cuestión. No le quedo más opción al shalíaj que devolver los cheques. Retornó a Israel sólo con la ilusión de llevar consigo los cheques. Cuando llegó y lo vieron tan decepcionado, le preguntaron el motivo. Entonces les relató su experiencia. Varios rabinos hicieron su equipaje y partieron hacia Roma para ver si podían quedarse con la cuantiosa cantidad. Todos retornaban con las manos vacías, hasta que llegó uno y consiguió quedarse con los cheques. ¿Cuál fue su explicación? Hay personas que llegan al Cielo después de ciento veinte años y les atribuyen méritos que nunca realizaron, y por otro lado, ni les mencionan pecados cometidos. Está escrito que una persona que habla mal de otra, todos los méritos que tiene son traspasados a aquel de quien habló, y los pecados le son trasladados a aquel que habló.[vii] ¿A quién le gusta regalar el pago de sus mitzvot? ¿A quién de nosotros le faltan pecados como para cargar con los de los demás? Por eso, al que habla lashón hará se le considera como un médico que cura al otro de todas sus aflicciones espirituales. Por ello está escrito que el mejor de los médicos, aquel que habla mal de los demás, se va al infierno.
Antes de hablar debemos estar conscientes de que todas y cada una de las palabras que salen de nuestra boca es grabada en el Cielo. Algún día van a hacernos escucharlas. La lengua nos fue otorgada para que pronunciemos las palabras de Torá y las de tefilá, y para que beneficiemos al prójimo.
Hay dos formas de cazar animales: una es sacando la espada y ajusticiarlos en el mismo lugar; otra es lanzarles una lanza o una flecha. El que saca la espada tiene todo el tiempo el dominio sobre su arma; por el contrario, el que ya lanzó la flecha perdió desde ese momento el control de la misma. Igual sucede con las palabras: mientras no las saques de tu boca tienes dominio sobre ellas; una vez que salieron, ya no puedes detenerlas. Antes de hablar, tú eres dueño de tus palabras; después de que las pronuncias, ellas son dueñas de tu persona.[viii]
Rabí Shimón bar Yojai dijo: “Si yo hubiese estado presente cuando Hashem entregó la Torá, le habría pedido que diera a todos los seres humanos una segunda boca, que sirva para el único fin de aprender (debido a que no es apropiado que la boca que se dedica a la ocupación superior de pronunciar palabras de Torá se utilice al mismo tiempo para comer y discutir sobre anuncios financieros)”.
Sin embargo, lo pensó dos veces y cambió de idea. Dijo: “Si la gente tiene sólo una boca y habla demasiado, y la utiliza para cosas tan bajas como el lashón hará, ¿qué ocurriría si tuviera dos?”.[ix] ©Musarito semanal
“Rabí Shimón dijo: ‘He estado toda mi vida en compañía de hombres sensatos, y entre todas las cosas provechosas para la propia persona, la mejor de todas es el silencio’.”[x]
[i] Arajín 15b.
[ii] Pirké Abot 1:18.
[iii] Rab Shemuel Pliskin; Ama a tu prójimo, pág. 319, Rab Zelig Pliskin.
[iv] Ama a tu prójimo, pág. 320, Rab Zelig Pliskin.
[v] Recopilado de HaMeír LeDavid.
[vi] Arajín 15b.
[vii] Jobot Halebabot, “Shaar Hakeniá”.
[viii] Orjot Tzadikim, cap. 21; ídem.
[ix] Talmud Yerushalmí, Berajot 8a.
[x] Abot 1:17; Las puertas de la felicidad, pág. 342, Rab Zelig Pliskin.
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