Callar es inteligencia.
Saber cuándo callar es sabiduría
“Habló Hashem a Moshé y a Aharón para decir: Si una persona tuviese en la piel de su carne una mancha clara…” (13:1-2).
La persona que contraía la enfermedad de tzaráat (similar a la lepra) tenía prohibido entrar en el Santuario. Por consiguiente, cuando el color de la piel indicaba que podría estar aquejada con la enfermedad, era examinada por un Cohén. Él revisaba las manchas o costras de la piel y, si no podía dar un veredicto definitivo, la persona era aislada durante siete días y luego el Cohén la revisaba de nuevo. Si la apariencia de la piel permanecía igual, el enfermo era confinado por otros siete días. Luego se realizaba un examen final. Si la marca no se había extendido, la persona era declarada ritualmente pura.
Si las manchas se habían difundido, la persona era declarada metzorá, enferma de tzaráat. Entonces lo enviaban fuera del campamento de la congregación, con las ropas rasgadas y el cabello alborotado. Se le indicaba que gritara: “¡Impuro, impuro!”, como advertencia para que los demás no lo tocaran. La persona contaminada tenía prohibido entrar en el Santuario o tocar objetos sagrados.
Cuando la enfermedad disminuía, la persona era examinada nuevamente por un Cohén, fuera del campamento, para asegurarse de que la recuperación era completa. La persona afectada debía realizar un procedimiento de purificación que duraba ocho días y acercaba los korbanot correspondientes. Terminado el proceso, era declarada pura y retornaba a la comunidad.
Si bien la enfermedad de tzaráat constituye una enfermedad sobrenatural que se enviaba a las personas que cometían diez pecados capitales, entre ellos el de hablar lashón hará, gracias a la misericordia del Todopoderoso la enfermedad no atacaba de inmediato el cuerpo del pecador. Primero le daba una advertencia al infectar las paredes de su casa; si aparecían súbitamente ulceras verdes o rojas, la casa era cerrada por siete días. Si las marcas se extendían, las piedras afectadas eran remplazadas por nuevas y las infectadas eran arrojadas fuera del campamento, en un área establecida especialmente para ello. Si aún quedaban signos de tzaráat en las paredes, toda la casa era demolida y sus materiales arrojados el mismo lugar.
Si el dueño no hacía caso de la advertencia y no hacía teshubá, la enfermedad se propagaba en cualquier otro artículo de lino, lana o cuero, bajo la forma de manchas de color verde profundo o rojo oscuro, o la combinación de ambos colores. La prenda debía ser presentada ante el Cohén, quien la apartaba por siete días y luego la analizaba de nuevo; si las manchas seguían extendiéndose declaraba impuro al dueño, y las prendas debían ser quemadas. Si la persona mostraba remordimiento por sus pecados, la enfermedad finalizaba; pero si no, ésta se manifestaba en su cuerpo.[i]
Los Jajamim nos enseñan que los castigos son la forma en que Hashem nos recuerda la naturaleza transitoria de este mundo y nuestra tarea verdadera, que es la de Servirlo. Tanto los adultos como los niños olvidan fácilmente la realidad. El ser humano que recibe paz y felicidad en forma constante generalmente olvida de dónde proviene toda esa bonanza y “se duerme” espiritualmente. Queda por completo absorto por dar atención a sus deseos físicos de confort y lujo. Si no fuera por aquellos “inconvenientes” que nos hacen recordar al Todopoderoso, seríamos arrogantes y vanidosos, y actuaríamos como si nuestra vida en este mundo fuera a ser para siempre. Los “castigos” nos recuerdan la total fragilidad de nuestra existencia y nos damos cuenta del hecho de que debemos al Creador cada suspiro que damos.[ii]
Las llamadas de atención que la persona recibe son para su bien. Le sirven para curar las enfermedades del alma que la hicieron tropezar. Justamente vemos esto en nuestro tema. Al volverse leprosa la persona, se avergonzaba y debía apartarse de toda la comunidad, para estar sola y sin hablar con nadie. Esa era la única forma de romper el orgullo que la hizo considerarse mejor que su compañero para criticarlo.
El “yehudí HaKadosh” MiPashisja encomendó una vez a su discípulo, Rabí Simjá Bunim, que emprendiera un viaje a determinado lugar. Obedeciendo a su Rab, y sin preguntarle por qué ni para qué, Rabí Simjá Bunim arribó a una lejana ciudad en compañía de varios jasidim.
Cuando llegaron a una posada, solicitaron de su dueño alimentos lácteos. “Hoy no tengo leche ni queso”, informó el hostelero. “Pero he preparado una sabrosa comida con carne de res”. Rabí Simjá Bunim y sus jasidim se miraron un instante. “¿Y quién es el shojet?”, le preguntaron. “¿Tú lo conoces bien?”. Y de allí comenzó a caerle al hostelero una lluvia de preguntas.
“¿Es totalmente kasher esa carne? ¿La shejitá fue efectuada de acuerdo con las estrictas normas de la Halajá? ¿Se cuidaron en esto y aquello para el salado? ¿Quiénes y cómo la cocinaron…?”. En ese instante, surgió una voz a sus espaldas. Era la de un humilde yehudí que había estado escuchando la conversación. “¡Queridos hermanos, en verdad los felicito!”, declaró. “Me gustaría saber: así como investigaron tanto antes de que algo entre por sus bocas desde afuera hacia adentro, ¿hacen lo mismo con las palabras que van de la boca para afuera? Pero antes de hablar, ¿se informan sobre si la Halajá permite que digan lo que quieren decir...?”. Cuando hubo escuchado aquello, Rabí Simjá Bunim se dio cuenta de que su Rab los había enviado hasta ahí para que aprendieran algo que iba a servirles para toda la vida… ©Musarito semanal
“El silencio es el más bello de los sonidos.”[iii]
[i] Midrash Tanjumá.
[ii] Mesilat Yesharim.
[iii] Rabí Menajem Mendel de Kotzk.
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