Shemá Israel

 

 

“Yosef… subió al encuentro de su padre… se echó sobre su cuello y lloró profusamente” (46:29)..

 

 

¿Cómo fue el encuentro de Yaacob y Yosef después de veintidós años de ausencia?

 

Yosef abrazó a su padre; lo besó; lloró en su cuello. En cambio, Yaacob no abrazó ni besó a su hijo. En ese momento dijo: “¡Shemá Israel; Hashem Elokenu, Hashem Ejad!”.

 

¿Acaso no tenía tiempo para recibir a su hijo y posteriormente recitar el Shemá?

 

Cuando Yaacob vio que Yosef estaba vivo y había ascendido a Virrey, pese a todo el sufrimiento anterior, su corazón se llenó de amor y reverencia hacia Hashem, comprobando que los actos de Hashem son bondadosos y perfectos y que Él recompensa con bien a los que le temen. Esto lo hizo apegarse aún más a Hashem; por eso expresó su gratitud recitando el Shemá.

 

Él quiso demostrar, en medio de su dicha, el amor y la unidad de Hashem.

 

Vemos aquí a un padre fraternal, que por un lado se alegra por haber encontrado con vida a su querido hijo después de tanto tiempo. Y por otro lado, a un hombre que demuestra su estrecha relación con su Creador, hasta en los momentos más críticos de su vida…

 

La desesperación y el deseo de los padres por mantener con vida a sus hijos durante el holocausto, provocó que muchos niños yehudim fueran adoptados por orfanatorios propiedad de la iglesia; de esta forma miles de niños se salvaron de las cámaras de gas.

 

Después de que concluyó la guerra, las familias que sobrevivieron al exterminio nazi comenzaron a buscar a sus parientes. Muchas asociaciones se encargaban de reunir a los sobrevivientes.

 

Cuando se percataron de los miles de niños que se encontraban en los hospicios y no eran reclamados por nadie, fue enviada una comisión integrada por los Rabinos Silver y Garfunkel, de los Estados Unidos y Gran Bretaña, para tratar de rescatar a los niños y devolverlos al seno de su pueblo.

 

Los Rabinos se dirigieron al primer convento y pidieron hablar con la máxima autoridad. “Por supuesto que no nos oponemos a que los niños vuelvan con sus familiares, o por lo menos a su gente”, declaró el cura. “Pero… ¿cómo sabrán distinguir cuál niño es judío? Nosotros no acostumbramos señalar el origen o religión de los pequeños.”

 

Los Rabinos sugirieron revisar los nombres. “No, de ninguna manera. ¡Nosotros no hacemos así las cosas!”, dijo el cura, ofendido. “Tenemos que ser muy cuidadosos; no podemos cometer errores. Exijo seguridad y pruebas fehacientes en un cien por ciento; no menos. Los nombres alemanes o polacos se parecen mucho a los de ustedes. No podemos liberar a los niños por el mero sonido de un nombre.”

 

Los Rabinos intentaban convencerlo, pero él seguía en lo suyo. “Sólo permitiré que sean retirados de aquí cuando tenga total seguridad de que son judíos. ¡Es más, ya les di demasiado de mi tiempo! Decidan qué hacer; les otorgo sólo tres minutos…”

 

Los Rabinos pidieron entrar a los dormitorios, donde ya estaban acostando a los niños. Uno de los Rabinos pronunció seis palabras que llenaron la sala: “¡Shemá Israel, Hashem Elokenu, Hashem Ejad!”. Al momento comenzaron a escucharse murmullos en el salón. Vocecitas con llantos y palabras entrecortadas decían: “¡Mamá! ¡Mámale! ¡Ima!”. Cada niño, en su lengua, buscaba a su madre, la que unos años antes, en el momento de acunarlo y taparlo cada noche antes de dormir y antes de darle el beso de “Buenas noches”, le susurraba al oído estas palabras, que son la base de la Fe Judía.

 

Son las palabras que todo niño judío sabe: “¡Shemá Israel, Hashem Elokenu, Hashem Ejad!”. El sacerdote bajó la vista. Los Rabinos lo habían logrado. Pudieron liberar a los niños perdidos. Los pocos segundos que cada madre había dedicado noche a noche al acostar a sus niños, fueron los que mantuvieron unidos a su pueblo.[1]

 

En el octavo día de la vida de un niño varón cae la obligación de los padres de introducirlo al pacto de Abraham Abinu por medio del berit milá. Hay una costumbre entre nuestros hermanos Ashkenazim en la que, la noche previa a la circuncisión, los niños se reúnen al costado de la cuna, donde se encuentra el bebé, y leen el Shemá y el Hamaj Hagoel, dando la bienvenida al niño dentro de la familia de Israel.

 

Con las seis palabras que componen al Keriat Shemá, hombres, mujeres y niños han entregado su vida al Kidush Hashem, la santificación del Nombre de Hashem, declarando que renunciar a su judaísmo sería un destino mucho peor que la muerte.

 

Miles de kilómetros pueden separar a un judío de otro. No obstante, en realidad no hay tal separación, porque el Shemá nos une a todos. Dos veces todos los días, en nuestras plegarias matutinas, y a la noche cuando regresamos nuestras almas a Dios, nos ligamos nosotros mismos uno al otro a través tanto del tiempo como del espacio, y así nos ligamos nosotros mismos a Hashem.[2]

 

La guerra de las Malvinas estaba por concluir. Las tropas inglesas recuperaban el poder militar en las islas, mientras el ejército argentino se batía en retirada. Aquel joven argentino esperaba agazapado detrás de una roca, solitario, mientras el viento helado cortaba su piel. Esperaba un milagro que le permitiera salir vivo de esa batalla, perdida ya. De repente escucha a sus espaldas el sonido inconfundible de un arma a punto de disparar.

 

Se da vuelta y ve que tiene frente a él a un soldado inglés apuntándole. Él también empuña su arma. ¿Qué debe hacer? ¿Atacar? ¿Defenderse? Sabe que los ingleses tienen la orden de tirar a matar sin miramientos. En esa fracción de segundo, le viene a la mente su familia, su gente y toda la vida que creía tener por delante. Sabe que quizá es su fin... Arroja su arma, levanta la cabeza, se cubre los ojos y comienza a pronunciar en voz alta: “¡Shemá Israel, Hashem Elokenu, Hashem Ejad...!”.

 

El soldado inglés se queda perplejo. Baja su arma y se acerca al joven. “Are you Jew? (¿Eres judío?)” El joven asiente con la cabeza, pues aun sin conocer el idioma, se da cuenta de que el otro le está preguntando si es judío. Se confunden en un abrazo y, mientras cada uno mira el horizonte sobre el hombro del otro, caen de sus ojos lágrimas que se congelan inmediatamente. Se dicen unas palabras más, que ninguno de los dos entiende, pero cuyo significado saben. Luego, cada uno se va por su lado.[3]

 

El Shemá Israel se encuentra en todos los corazones de Am Israel. Cuando alguien se encuentra en peligro o escucha una noticia alarmante, exclama instintivamente: “¡Shemá Israel…!”.

 

Esta frase le brota desde lo más profundo de su ser. El Shemá Israel es fundamental en nuestra vida. El Shemá Israel siempre salvó a todo el Pueblo Judío...

 

En el primer versículo, la letra Ayin de la palabra Shemá es más grande que el resto de las letras, así como la letra Dalet de la palabra Ejad. Juntas, forman la palabra Ed (testigo), para insinuarnos que somos testigos de la unicidad de Hashem.

 

Las palabras: Hashem Elokenu (“Nuestro Dios”) del Shemá, corresponden a los primeros dos mandamientos: Yo soy Hashem y No tendrás otros dioses.[4] Éstos a su vez incluyen todas las obligaciones y prohibiciones de la Torá. Además, en todo el Shemá están insinuadas las 613 mitzvot, tal como está expresado en el Zóhar.

 

Por tanto, un yehudí que recita el Shemá está reconociendo la unidad absoluta de Hashem. Reconoce también la Providencia individualizada y, por ende, acepta el yugo del Reinado del Cielo y el de las mitzvot.

 

El Midrash comenta que, antes de morir, Yaacob recibió la visión de “los días finales” y llamó a sus doce hijos para impartirles su bendición de despedida. Asimismo, rezó para que Hashem escuchara siempre las tefilot de sus hijos en tiempos de necesidad. Yaacob estuvo en ese momento a punto de revelar a sus hijos la fecha de la redención final, pues supo que se mantendrían fieles a Hashem aun cuando supieran que el tiempo de la redención estaba lejano, pero Hashem le retiró en ese instante el Rúaj HaKodesh (profecía que se obtiene a través de la Inspiración Divina), y no pudo decirles. Yaacob temía que la inspiración se hubiera ocultado porque uno de sus hijos no merecía la Bendición Divina.

 

Yaacob pensó: “Mi abuelo Abraham tuvo un hijo, Ishmael, que veneraba ídolos; y mi padre Itzjak engendró al malvado Esav”. Por ello preguntó a sus hijos: “¿Cómo puedo saber si sus corazones se encuentran apegados a Hashem?”. Respondieron al unísono: “¡Shemá Israel; Hashem Elokenu, Hashem Ejad!” (“¡Escucha, Israel [que es Yaacob], Hashem es nuestro Dios, Hashem es Uno”. Entonces Yaacob se tranquilizó, hizo una inclinación de agradecimiento y contestó en voz baja: Baruj Shem Kebod Maljutó LeOlam Vaed (“Bendito sea Su Nombre, su Glorioso reino por siempre jamás”).[5]©Musarito semanal

 

 

 

“La Emuná se encuentra muy cerca de la sensibilidad del alma.”[6]

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[1] Hamaor, tomo I, pág. 20-21; Rab David Zaed.

 

[2] Rab Abraham J. Twerski.

 

[3] Hamaor, Rab David Zaed.

 

[4] Shemot 20:2-3.

 

[5] Pesajim 56a.

 

[6] Jazón Ish.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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