La Gravedad de Avergonzar.
“Yehudá dijo: ‘¡Sáquenla y que sea quemada…!’.
‘Reconoce ahora de quién son este sello, este manto y este bastón” (38:1-25).
Yehudá se casó con la hija de un mercader llamado Shúa. Tuvieron tres hijos: Er, Onán y Shelá. Los hijos de Yehudá podrían haberse convertido en los antepasados de los reyes, pues su padre había sido investido con el reinado de Israel, pero desperdiciaron su oportunidad. El hijo mayor, Er, se casó con Tamar, la hija de Shem, el hijo de Noaj. Era tan hermosa como modesta. Er tenía miedo de que, si quedaba embarazada, perdiera su belleza, y por tanto, pecó frustrando el propósito del matrimonio, y causó su propia muerte. Onán se casó con la esposa de su difunto hermano cumpliendo así la mitzvá de ibum (si un hombre muere sin hijos, su hermano o el familiar más cercano debe casarse con la viuda. El hijo que nazca de esta unión lleva el nombre del difunto). Cometió el mismo error que su hermano y murió poco después. Yehudá temía que su tercer hijo muriera también, pues pensó que Tamar era la que había ocasionado la muerte de sus hijos, de modo que le pidió que aguardara en la casa de su padre hasta que Shelá, el menor de sus vástagos, tuviera edad para casarse. Yehudá estaba sólo postergando el asunto, pues no tenía intenciones de entregarle a su hijo menor.
Pasó el tiempo y falleció la esposa de Yehudá. Cuando el periodo de luto terminó, salió a supervisar la esquila de sus ovejas. Tamar había recibido por profecía que los reyes de Israel descenderían de la familia de su suegro y no estaba dispuesta a perder el privilegio de transformarse en la antecesora de la dinastía real. Ella fue una mujer virtuosa y actuó sabiamente. Urdió un plan para engañar a Yehudá. Se cambió la vestimenta de duelo, ocultando su identidad tras un velo, con la esperanza de que la tomara como esposa o que le diera a su hijo Shelá. Así, se sentó en el cruce que conducía al pueblo.
Logró su cometido: Yehudá cayó en la trampa, sin percatarse de quién se trataba, y le entregó como garantía tres objetos: su sello, su manto y su bastón. Al cabo de tres meses fue informado de que su nuera estaba encinta, por lo que convocó al tribunal acusando a Tamar de ser infiel y al final fue sentenciada a morir quemada, pues era hija de un Cohén, y conforme a la Torá debía ser castigada con muerte en la hoguera por inmoralidad.[1] Su actuación constituyó una inmoralidad equivalente a la que hubiese cometido una mujer casada, porque estaba destinada a otro hombre por ibum. Ella, sin revelar el origen de su embarazo, presentó los objetos que había recibido como garantía, dejando a criterio de Yehudá la decisión de reconocer su paternidad, o ir a la hoguera antes de avergonzarlo. Yehudá comprendió que el bebé que llevaba en su vientre era suyo y admitió que ella tenía razón, debido a que él no había permitido que su hijo se casara con ella; él le permitió la vida; Tamar dio a luz mellizos.
Una de las funciones de los shamashim, quienes atendían las sinagogas, era la de encender en las mañanas la estufa, especialmente durante los gélidos días de invierno. Había uno a quien le disgustaba cumplir con esta obligación, pues salir del calor de su cobertor era algo a lo que no estaba dispuesto a renunciar. Así que se las ingenió para conseguirlo. Sabía que un grupo de mendigos llegaban durante la noche desde las afueras de la ciudad y se metían a la sinagoga para cobijarse del frío. Habló con su líder advirtiéndole que, si querían seguir gozando de su “hospitalidad”, debían encargarse de encender el fuego. El trato se cerró y el shamash pudo dormir calentito por un rato más. Todo funcionó bien hasta que los mendigos encontraron un lugar más cercano.
El primer día que la sinagoga amaneció helada, los asistentes decidieron permanecer callados por consideración al shamash, pero cuando vieron que se repetía una y otra vez, comenzaron a quejarse. La demanda llegó a oídos del rabino y, a partir de ese día, todo volvió a la normalidad. Todos pensaron que el rabino había llamado la atención del shamash; lo que la gente no sabía era que el mismo Rab Israel Yaacob Lubchanski era quien estaba haciendo el trabajo. Un día sucedió que la leña estaba húmeda, lo cual hacía necesario soplar mucho para iniciar el fuego. Con la cabeza dentro de la estufa se encontraba Rabí Yaacob soplando para avivar el fuego cuando entró el shamash. Era muy temprano y las velas continuaban apagadas; estaba tan oscuro que el hombre no reconoció a quien se encontraba metido en la estufa. Al pensar que era uno de los mendigos, le propinó una patada al hombre. El Rabino sabía que si sacaba la cabeza de la estufa, el shamash se sentiría terriblemente avergonzado, por lo que hundió aún más la cabeza adentro del horno. El humo estaba quemando sus ojos y atosigando sus pulmones; no obstante, hizo un esfuerzo para aguantar hasta que el shamash se retiró. Entonces pudo sacar la cabeza. Al tiempo que el shamash se fue del lugar, había desaparecido la mitad de la barba del Rabino… ¡había sido quemada por el fuego!
Se cuenta que Rab Rafael Shapira, cuando asumió su cargo de Rabino Principal de la ciudad de Brisk, convocó una reunión de todos los shojatim (matarifes). En aquella época, a raíz de la Primera Guerra Mundial, se estaban perdiendo muchos de los aspectos de la vida comunitaria judía. Aparecieron “shojatim” que no conocían las leyes correspondientes. Mataban animales sin tener el permiso correspondiente, provocando que mucha gente consumiera carne taref (lo contrario de kasher). Había que corregir urgentemente ese problema. A tal efecto, el Rab convocó en su casa a los más importantes directivos para presentarles a los verdaderos shojatim y decidir sobre las medidas que se tomarían en el futuro. Se presentaron todos, pero había un problema: entre los presentes figuraba uno de los falsos shojatim. Le pidieron amablemente que se retirara, pero el hombre se negó. “Esta es la casa del Rab, y únicamente si el Rab me pide que me retire, lo haré”, dijo. Insistieron en que se fuera, pero no hacía caso. Entonces pidieron al Rab que expulsara al intruso. El Rab no pronunció una sola palabra, y ni siquiera le indicó con señas que abandonara el lugar. La reunión ya estaba por cancelarse por culpa de aquel hombre y el Rab seguía sin despegar sus labios.
Al final, gracias a la astucia de uno de los asistentes, el visitante indeseable se retiró por su cuenta y la reunión pudo celebrarse sin contratiempos. Cuando terminó la reunión, el Rab explicó el motivo de su actitud: “Está escrito en la Guemará: ‘¡Mira qué grave es el hecho de avergonzar a tu compañero que hasta el Propio Hashem destruyó el Bet HaMikdash porque avergonzaron a Bar Kamtza!’. Esto nos enseña”, agregó, “que si hubiésemos avergonzado a ese hombre, se hubiese perdido todo. Porque de una reunión donde se comete algo incorrecto, no puede salir nada bueno…”.[2]
Hay quienes humillan a otros aun sin darse cuenta, hablan de otros incluso delante de ellos comentando sus faltas o los malos hechos que realizaron. A pesar de no tener ninguna mala intención, la Torá considera esto como si se estuviera cometiendo el pecado de humillación. Por eso es tan preciado el silencio. El silencio es el más bello de los sonidos.[3] Cuando uno habla mucho, es muy probable que caiga en algún pecado. Cuando dos personas discuten y al insultarse cada uno recuerda las faltas del otro, señalando sus pecados anteriores y haciendo que la víctima palidezca, el que lo ofendió piensa: “¿Qué tiene de malo? Dije sólo la verdad…”. No se da cuenta de lo grave que es haber avergonzado al otro. Una de nuestras metas debería ser desarrollar una sensibilidad más profunda hacia las necesidades de los otros y medir siempre las consecuencias de nuestras palabras y acciones antes de hablar o de actuar ©Musarito semanal
“Es preferible que un hombre se arroje dentro de un horno ardiente antes de deshonrar a otro en público.”[4]
[1] Vayikrá 21:9.
[2] Hamaor, tomo 2, pág. 463; Rab David Zaed.
[3] Rabí Menajem Mendel de Kotzk.
[4] Ketubot 67b.
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