Dichoso el hombre que confía en Hashem
“He aquí voy a hacer llover pan del Cielo… y saldrá el pueblo a recogerlo cada día, para ponerlo a prueba… a ver si andará conforme a Mi ley o no” (16:4).
Después del milagroso cruce del mar, el Pueblo de Israel se dirige hacia la Tierra Prometida; se adentra en el desierto, pasan tres días y llegan a un lugar que llamaron Mará (que significa “amargo”), debido a que el agua del paraje tenía esta propiedad. El Pueblo comienza a quejarse. Moshé produce milagrosamente agua potable de esas aguas amargas y reciben en ese lugar algunos preceptos.
El éreb rab comienza a agitar al pueblo y se quejan ante Moshé y Aharón argumentando que la comida en Egipto era mejor. Hashem envía perdices para que coman carne y además les provee de man, un alimento milagroso que caía diariamente del Cielo. El viernes recibían doble porción para abastecer las necesidades de Shabat. Nadie podía obtener más cantidad que lo que necesitaba para nutrirse, pero el viernes recogían para dos días, a fin de que no tuvieran que salir a buscarlo y pudieran descansar en Shabat. Una porción de man quedó guardada en el Arón, como muestra para las futuras generaciones.
En las últimas Perashiot vimos la manifestación de Hashem en el mundo: con milagros y maravillas sacó a su pueblo de la opresión egipcia. Pero si analizamos un poco los versículos, podremos darnos cuenta de un “pequeño” detalle: ninguna de las maravillas se realizó de la nada; siempre hay una mano humana de por medio. Por ejemplo, el rescate de Moshé ocurrió por medio de la hija del Faraón. En cada una de las plagas, Moshé o Aharón debían hacer algún movimiento para que comenzara. El mar no se partió sino hasta que los yehudim entraron en él; y la guerra contra Amalek no se ganaba sino sólo cuando Moshé tenía sus brazos en alto.
¿Cuál es el mensaje?
El ser humano vino a este mundo a “descubrir” a Hashem. Por medio de su intelecto y libre albedrío tiene que “encontrarlo”. Los milagros no vienen por “arte de magia”; esto tiene como intención no acostumbrarnos a todos los milagros que ocurren a cada instante y los apodemos con el nombre de “naturaleza”. La naturaleza no actúa por cuenta propia. La mano de Dios se halla tanto en eventos naturales como sobrenaturales.[1] El valor numérico de las letras hebreas que forman la palabra hateba (“la naturaleza”) es el mismo que el del nombre de Hashem, para enseñarnos que todo está supervisado por Él.[2]
Un hombre está a punto de ahogarse en medio del océano. En su desesperación reza: “¡Hashem, confío en Ti! ¡Por favor, sálvame…!”. Al instante aparece una lancha y el tripulante le tira un salvavidas. “¡No se moleste!”, grita el hombre. “¡Hashem va a salvarme!”. Nuevamente nuestro personaje levanta sus ojos al Cielo y pide al Creador que lo salve. A los pocos minutos una balsa se acerca, pero él la ignora totalmente. Por tercera vez eleva su oración: “¡Amo del Universo! ¡Aguardo tu liberación!”. Justo en ese momento se escucha el ruido de un helicóptero que se aproxima y le arroja una soga. Enfáticamente el individuo sacude la cabeza y dice: “¡No!”. Después de todo, él espera que Hashem Mismo lo salve. Este sujeto espera y espera, y finalmente muere ahogado. El hombre es llevado a comparecer ante Hashem. En cuanto puede hablar, pregunta a Hashem: “¿Por qué no me salvaste?”. “Yo traté de rescatarte”, le responde Hashem, “sólo que tú no me lo permitiste…”.
¡Qué tonto!, decimos sobre el protagonista de esta historia ficticia. Es tan obvio que Hashem trataba de salvarlo. ¿En realidad esperaba que Él Mismo se presentara y lo salvara…?
Un minuto... Cuando nos sucede algo similar, ¿cómo reaccionamos? Quizás no se nos presentan situaciones tan dramáticas, pero… Imaginemos un escenario en el que nos sentimos sumamente presionados. ¿Cómo actuaríamos? ¿Acaso vemos la salvadora Mano de Hashem en todo momento, o le llamamos casualidad, coincidencia o buena suerte?
¿Cuántos milagros se nos pasan sin que nos demos cuenta? ¿Reconocemos que debido a Su bendición logramos encontrar el sustento, a pesar de la difícil situación de hoy?
Cada día Hashem nos envía, mediante diferentes mensajeros, lanchas, botes salvavidas y sogas. La mayoría de las veces las usamos ignorando su origen. O aunque nos demos cuenta, ¿nos acordamos de decir “Gracias”? Otras veces, las dejamos pasar mientras nos quejamos y gruñimos, e incluso preguntamos “por qué Hashem no escucha” nuestras súplicas. A veces las cosas no suceden como esperamos. Suponemos que cada vez que solicitamos algo al Creador la respuesta tiene que ser como la esperamos. ¿Quién puede asegurar que lo que estamos pidiendo es lo mejor para nosotros? Un buen padre, que busca lo mejor para su hijo, en ocasiones tiene que decir: “No”. Aunque a veces no lo comprendamos, debemos tener claro que todo es por nuestro bien. Igual debemos seguir rezando. Dios escucha cada palabra que pronunciamos cuando nos dirigimos a Él en nuestras súplicas. El rezo es un vehículo con el cual nos acercamos a Hashem; tiene la función de volvernos humildes. Nos recuerda que las cosas no dependen de nosotros. La creencia en los milagros tiene efectos sentimentales y, como tales, son esporádicos y no duraderos. La creencia en el conocimiento, en cambio, es tan duradera como el conocimiento en sí, y es por eso que Hashem nos obligó a estudiar Torá. Acompañado de tefilá, esfuerzo y muchas ganas de salir adelante, este es el mejor recurso para conseguirlo.
No debemos aspirar a milagros ni anhelar persistentemente que el Todopoderoso Mismo nos saque de nuestros apuros. Nosotros podemos salvarnos de cualquier situación; lo único que tenemos que hacer es abrir nuestros ojos, aguzar nuestra visión, hacer tefilá, confiar el Él y no desaprovechar las oportunidades que nos brinda, para que Hashem no deba decirnos: “¡Trato de salvarte; sólo que tú no me lo has permitido!”.©Musarito semanal
“Un milagro sirve para demostrar lo imposible y sólo es útil para confirmar lo posible.”
[1] Rab Baruj de Medziboz.
[2] Pelé Yoetz, “Naturaleza”
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