La fuerza que posee la hermandad

 

“Y Aharón alzó la mano hacia el Pueblo y los bendijo” (9:22).

 

 

Después de ocho días de preparativos para ungir a Aharón y a sus hijos como Cohanim (sacerdotes), ellos asumieron sus cargos. Toda la congregación estaba de pie frente al Altar, mientras Aharón ofrecía sacrificios para sí mismo y para todo el Pueblo de Israel. Cuando terminó, Aharón alzó sus manos hacia el pueblo y los bendijo. Posteriormente, como señal de aceptación por parte de Hashem, descendió un fuego y consumió todo lo que Aharón había acercado.

 

Si ponemos atención, cuando el baal koré (el que lee la Torá) lee este versículo, escuchamos que pronuncia “yadav” (“las manos”), y si observamos bien, está escrito sin la letra vav; por tanto, debería leerse “yadó” (“la mano”), en singular.

 

¿Qué quiere revelarnos la Torá al omitir la letra vav?

 

¿Tal vez los bendijo con una sola mano? Si fue así, ¿por qué utiliza el plural?

 

Los Jajamim responden que en realidad Aharón alzó sus dos manos. Entonces, ¿por qué está escrito en singular? Porque Hashem hizo que el Pueblo tuviera la visión de que era una sola mano…

 

Era un momento en que el pueblo estaba perceptivo, ya que se encontraban realizando un acto sublime; ¡estaban inaugurando el Mishkán! Hashem quería transmitir a toda aquella concurrencia el siguiente mensaje: en cualquier reunión, para que la bendición de Hashem recaiga sobre los asistentes, es necesario que las manos que trabajan en ella lo hagan persiguiendo un bien común; la unión de los miembros que la integran debe ser el cimiento que sostenga la obra. Cuando las manos se unen en un esfuerzo solidario y dedicado para la mejora de la organización, Hashem está complacido y el éxito es inminente.

 

Una persona se acercó al Rab Bunim de Pashisja y le preguntó: “¿Quién ganará la guerra, el poderoso ejército de Napoleón o el del zar de Rusia?”. El Rab le respondió: “Voy a contestarte por medio de una historia que sucedió”:

 

“En una ciudad había un conde rico e importante. Su afición más grande eran los caballos. Enviaba gente a recorrer el mundo en busca de los mejores ejemplares e invertía grandes fortunas en ellos. En sus establos podían encontrarse caballos provenientes de todo el mundo. Cada vez que adquiría un nuevo ejemplar, organizaba competencias ecuestres para lucir su nueva adquisición. Cada día paseaba por la ciudad con un caballo diferente.

 

“Un día, anunció a su experimentado cochero que deseaba salir a revisar sus campos. El conductor preparó con prontitud el magnífico carruaje. A la cabeza ató a un caballo árabe, el más caro de todos. En segundo lugar puso al belga, el más fuerte. Detrás de él, al persa y, por último, a un fino caballo español. El conde observó la imponente escena y ordenó la partida. Se acomodó entre los almohadones de seda, mientras el cochero manejaba con gran habilidad. Por donde pasaban, despertaban la admiración de la gente.

 

“De camino debían atravesar por un bosque con espesa vegetación y muchos lagos naturales. El cochero se distrajo ligeramente y la carroza con sus cuatro caballos entraron a un gran lodazal y quedaron atascados. El cochero solicitó al conde que bajara de la carroza, para que los briosos caballos la sacaran del atolladero. El cochero comenzó la maniobra; golpeó, en primer lugar, al caballo árabe, pero el carruaje no se movió. Azotó al segundo animal y nada… Así hizo con cada uno y el carruaje seguía en el mismo lugar.

 

“En ese momento pasó junto a ellos una carreta conducida por un sencillo aldeano y arrastrada por dos débiles caballos. Ante la mirada sorprendida del conde y su cochero, atravesó el barro sin problemas. Al ver esto, el conde gritó al aldeano para que regresara y los ayudara a salir de allí. El hombre accedió gentilmente, pero pidió al cochero que desatara sus caballos; mientras tanto, trajo a los suyos y los amarró al carruaje. El conde lo observaba incrédulo, pero como no tenía mejor opción dejó que hiciera lo suyo.

 

“El aldeano subió al asiento del cochero y gritó: ‘¡Arre! ¡Arre!’, lo cual incentivó a sus caballos, que con un fuerte impulso sacaron el carruaje del lodo. El conde se frotó los ojos sin poder entender lo que estaba viendo. ‘¡No lo puedo creer!’, dijo al aldeano. ‘Yo, con los mejores caballos del mundo, no he podido sacar mi carruaje del barro, y tú, con esos dos pobres y debiluchos animales… Dime, ¿acaso hiciste alguna brujería?’ El aldeano sonrió y dijo: ‘Ninguna brujería, mi señor. No dudo que tus caballos sean los mejores del mundo, pero cada uno de ellos es bueno sólo cuando está solo. Sin embargo, cuando están juntos, cada uno quiere mostrar su superioridad frente a los demás. Interiormente, se odian uno al otro. Cada uno de ellos nació en el otro extremo del mundo, tiene sus propios intereses y desea presenciar la caída de su compañero. Cuando tus caballos estaban atascados en el fango, cada uno pensaba en sí mismo y no le importó lo que sucediera con su compañero. Por eso, cuando el cochero golpeó al caballo árabe, el resto se alegraba por su sufrimiento y, en lugar de ayudarlo a salir del lodo, empujaban el carruaje hacia atrás, y esto se repitió cada vez que el cochero golpeaba a uno. El resto hacía lo mismo…

 

“En cambio, mis caballos, a los que ves débiles e indefensos, se criaron en el mismo establo, crecieron juntos, comieron del mismo pesebre, lo que le ocurría a uno afectaba al otro. Por eso, cuando los até a tu carruaje, uno ayudó al otro, y así fue como lograron sacarlo del barro sin inconvenientes.”

 

Así concluyó el Rab: “Napoleón incluyó en su ejército a soldados de distintos países, franceses, austriacos, germanos, etc., y los llevó a un lugar lejano, a pelear por una tierra extraña, sin motivación para hacerlo. Frente a ellos están los rusos, todos de la misma raza, nacidos en el mismo país, peleando por sus tierras, hombro con hombro y con un solo objetivo. Los soldados del ejército de Napoleón no tenían ningún vínculo que los uniera…”. El final todos lo conocemos: Napoleón perdió la guerra.[i]

 

El valor numérico de la palabra hebrea ahabá (amor) es el mismo que el de la palabra ejad (uno). ¡Qué grande es la fuerza de la unión del Pueblo Judío! Todo se puede conseguir por medio de la hermandad y la cercanía de los corazones. Cada uno de nosotros debe ver a cada uno de nuestros queridos hermanos como un socio en la tarea de hacer crecer espiritualmente a los demás, sin importar la nacionalidad o el grupo al que pertenezca. ¡Todos somos hermanos! Dar a otros genera más amor. No hay duda de que a partir de la unidad mancomunada es posible desafiar cualquier adversidad y enfrentar al más poderoso de los enemigos. ©Musarito semanal

 

 

 

“La hermandad posee una fuerza enorme, pero sólo si esa hermandad está dirigida al Cielo.”[ii]

 

 

 

 

 

[i] Adaptado de Maor Hashabat, Rab Eliahu Sayegh.

 

[ii] Rabí Arié Leib de Gur.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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