¿Culpable o inocente?
“No comparecerá ningún testigo único contra un hombre”. Debarim 19:15.
En esta Perashá encontramos el mandato de establecer tribunales en cada una de las ciudades. Debían asignar jueces y oficiales quienes habrían de dictaminar y hacer valer las leyes de la Torá, juzgando en forma honesta y correcta. Ninguna corte judicial judía puede basar su veredicto en evidencias circunstanciales, como por ejemplo: un testimonio escrito o el testimonio oral de un solo testigo. La única evidencia que era certera, era la declaración de dos testigos que hayan presenciado el acto en cuestión. Primero eran sometidos por los jueces a un extenso interrogatorio, si se contradecían entre sí, esa declaración quedaría anulada; o si llegase otra pareja que testificara que el primer par no se encontraba realmente en la escena del crimen, la primera pareja era declarada y sentenciada con el mismo castigo que habían conspirado contra su víctima.
Sucedió en la ciudad de Yerushalaim en el año 1914, durante los días de la primera guerra mundial. Además de tener que soportar el cruel mandato de los turcos, los judíos que habitaban allí sufrían el hambre y los avatares de la guerra. Había un mohél que poseía un Napoleón de oro, la guardaba celosamente bajo llave, con lo que valía era posible alimentar a una familia durante un año. Un día, su hijo jugaba y encontró el armario abierto, tomó la moneda y corrió a la dulcería. Cuando el padre ingresó a la casa, encontró el armario abierto y comprobó horrorizado que su tesoro había desaparecido. Preguntó a su esposa si la había tomado, le dijo que no. El niño que estaba cerca dijo: “Yo tomé la moneda y compré dulces”. La madre salió corriendo hacia la tienda. Entró y comenzó a gritarle al comerciante: “¡Regrésame ahora el Napoleón de oro que te dio mi hijo!”. “¡No sé de qué me estás hablando!”, replicó el comerciante: “él me pagó con una moneda común”. “¿Acaso llamas a un Napoleón de oro una moneda común?”. La mujer preguntó al niño: “Dime ¿de dónde tomaste la moneda?”. “Del armario”. “¿Lo ves?”, le dijo al comerciante: “¡Eres un mentiroso!”. Se armó un gran alboroto y los vecinos que se habían juntado afuera insultaban y despreciaban al comerciante... Terminaron en el Bet Din, los Rabinos deliberaron que debido a que no había testigos, el comerciante debía jurar para demostrar su inocencia. El hombre se dispuso a jurar, pero el mohel interrumpió y dijo: “¡Prefiero perder mi moneda, y no que este hombre mienta, seguramente jurará en falso porque no quiere regresar lo que tomó indebidamente...!”. El mohel perdió su moneda, pero el comerciante salió perdiendo mucho más. A partir de ese día, su vida dio un vuelco; tanto él como sus hijos vivieron en medio de vergüenza y desprecio, nadie trataba con ellos y, al final, acabaron en la total pobreza.
Pasaron seis años de aquel triste suceso. La guerra terminó y el imperio inglés tomó posesión de la región. Un día, el mohel recibe una carta que le decía: “Hace unos años, estaba caminando y vi a un niño con una moneda en la mano. Me acerqué y comprobé que era una moneda valiosa. Eran tiempos de guerra, mi esposa y mis hijos estaban amenazados de muerte por el hambre mientras que tu hijo paseaba con eso que era tan necesario para sobrevivir... Tomé prestada la moneda, con la esperanza de que pudiera algún día regresarla. Sin que se diera cuenta, le cambié su moneda de oro por una simple. La guerra terminó; mi situación mejoró y ahora puedo regresar la moneda que “tomé prestada”. Por favor perdóname, lo hice por la imperiosa necesidad… El mohel quedó abrumado. “¡El comerciante tenía razón! ¡Qué hice…!
El Rab Shalom Schewadrón, quien relató esta historia pregunta así: Imaginemos que los tres personajes, el mohel, el comerciante, y el joven que encontró la moneda, ya están en el otro mundo, y ya habrán comparecido en el juicio que toca a toda persona después de terminar su misión. Ahora bien: el mohel seguramente salió absuelto, pues aunque provocó un mal tan grande al comerciante no fue con intención, dado que los datos que poseía le indicaban que este último estaba mintiendo. ¿Cómo iba a imaginarse todo lo que realmente sucedió, máxime cuando el propio Bet Din lo declaró culpable? El comerciante, no hace falta decir que también salió airoso y pasó directamente al Gan Eden. ¡Con todo lo que tuvo que sufrir! Y el hombre que cambió el Napoleón de oro por la moneda, aunque se le podría acusar de robo, hay que tener en cuenta que lo hizo presa de la desesperación de la situación. Por tanto, también debió ser absuelto de culpa y cargo, máxime cuando regresó aquello que tomó indebidamente a su dueño. Y ahora, lo más importante, que fue la estremecedora conclusión a la que llegó el Rab: entonces, ¿Quién de todos los protagonistas de la historia resultó culpable, a la hora de presentarse frente al Juez Supremo? Ni el mohel, ni el comerciante, ni el joven, sino... todos aquellos que, desde la calle, sin tener nada que ver en el asunto, gritaron al comerciante: “¡Ladrón! ¡Ladrón!”. ¡Todos ellos, que sin que nadie les pidiera opinión alguna, se arrastraron tras sus peores instintos y acusaron injustamente a un inocente! ¡Éstos... sí merecerían figurar como los únicos culpables de la historia! Porque no aplicaron uno de los fundamentos más importantes de nuestra Torá: Juzga a tu prójimo para bien.[1]
En la vida fungimos en ocasiones como jueces, abogados, fiscales, testigos o acusados. Los prejuicios y los intereses personales son los grandes enemigos de la verdad, sobornan e impulsan al hombre a ver lo que quiere ver y/o justificar o condenar los hechos y, dependiendo de la posición donde se encuentre, tratará de justificarse haciendo de la mentira, verdad o viceversa. Hoy, la tendencia de la mayoría de las personas es el engaño y la falsedad; vivimos en un mundo donde muchas veces lo bueno parece malo o lo nocivo viene disfrazado de benéfico, y todo porque la escala de valores está distorsionada, y la verdad está oculta.
Así como un juez, antes de dictar sentencia debe revisar el caso y certificar que no haya falsedad en la acusación, así también cuando llega a tus oídos cierta información, lo primero que debes hacer es dudar de su veracidad. No puedes emitir ninguna sentencia, ni siquiera si estuviste en el lugar de los hechos, ya que cada persona puede ver la realidad desde miradores distintos. El único error, casi siempre, es creer que el mirador en que uno se encuentra, es el único desde el cual se divisa la verdad: Es muy difícil juzgar para bien, especialmente cuando lo que yo veo no concuerda con lo que yo creo que debería ser, por lo general hay un problema con el “yo”, con mi propia persona...[2]
Hashem nos entregó normas para tratar exitosamente con la gente a nuestro alrededor. Las mitzvot nos fueron dadas con el propósito de crear, incrementar y asegurar la paz en el mundo, como está escrito: Sus caminos (de la Torá), son placenteros y todos sus senderos son de paz.[3] La virtud de juzgar favorablemente a todo ser humano no sólo otorga al hombre la gracia de ser amado por sus prójimos, sino que también, y principalmente, le atribuye el don de ser positivo en la vida, de ser hombre de fe, de altura y de seguridad en sí mismo.[4] En Rosh Hashaná, vamos a ser juzgados por el mérito de nuestras acciones, estaremos parados delante del Juez implorando que por su Magnanimidad nos conceda buena salud, éxito en la educación de nuestros hijos, paz, prosperidad, tenemos que mostrar que nosotros somos capaces de hacer lo mismo: ser considerados con el prójimo, procurar ayudarlo en sus necesidades y juzgarlo meritoriamente, de esta forma conseguiremos todas las bendiciones existentes. ©Musarito semanal
“Aquél que juzga a su semejante hacia el lado del mérito, Hashem lo juzgará de la misma forma”.[5]
[1] Vayikrá 19:15; Extraído del libro Sheal Abija Veiaguedja.
[2] Mijael Polaj
[3] Séfer HaJinuj 235.
[4] Rab Shelomó Sued.
[5] Shabat 127b