¿Hacia dónde corres?

 

“En este día tengo ciento veinte años; y no podré ya salir ni entrar…” (31:2)

 

 

Hashem advierte a Moshé que le queda un solo día más de vida. ¿Qué hace Moshé? ¿Sentarse a llorar? No; camina por los campamentos de las Doce Tribus para despedirse de su amado pueblo.[1] Él va con todos y cada uno a estimularlos para que confiaran en las decisiones de Hashem. Ahora serían dirigidos por Yehoshúa, su nuevo líder, el que los guiaría hacia la conquista de la Tierra.

 

Moshé estaba bien consciente de la importancia que tiene aprovechar cada segundo que Hashem nos concede en este mundo para hacer todo cuanto se halle en nuestras manos para cumplir la misión que nos fue encomendada. ¡No hay tiempo que perder! Cada instante que tenemos es una oportunidad más que Hashem nos está otorgando para poder llegar. Debemos ser muy diligentes en la forma en que utilizamos este precioso recurso que se llama tiempo.

 

Cierta vez, un humilde campesino se encontraba muy angustiado. Tenía grandes deudas y un raquítico ingreso. Miraba hacia el horizonte y soñaba despierto: “Si toda esta tierra fuera mía…”.

 

Un día entró al Bet HaKenéset y recitó con fervor sus plegarias. Terminó el servicio y los concurrentes fueron retirándose poco a poco. El campesino no podía salir; se acercó al Hejal y comenzó a llorar amargamente. Recitaba algunos Salmos mientras imploraba al Todopoderoso que le concediera el milagro de salir de sus deudas, de ser un hombre pudiente: “Hashem, si me concedieras una porción de esta maravillosa tierra trabajaría arduamente, daría lo mejor de mí a toda mi querida familia, sería el hombre más dichoso del mundo”. El poritz, el dueño de prácticamente todo aquel territorio, pasaba casualmente por allí. Escuchó los sollozos que salían por la ventana y se acercó a mirar qué estaba sucediendo allí dentro.

 

Abrió la puerta y entró sin hacer ruido, y vio a un judío llorando angustiosamente en las puertas del Hejal. El poritz entendió cada una de sus palabras debido a que frecuentaba a los judíos. Se acercó y le dijo: “¿Qué es lo que te causa semejante ansiedad? En verdad tus plegarias me conmovieron. A ver, cuéntame tu problema. Tal vez puedo ayudarte”. Entonces el hombre se desahogó delante del terrateniente; le contó a detalle cada una de sus contrariedades y, cuando terminó, el noble suspiró y le dijo: “¿Sabes? Tu problema no es tan grave. Ven, tengo para ti una solución”. El yehudí exclamó: “¿De verdad? ¿Y… qué debo hacer? ¿Cuál es la propuesta?”. “Muy sencillo”, dijo el hombre. “Te haré el siguiente ofrecimiento: quiero que mañana te presentes a primera hora en la puerta de mi palacio. Te haré una señal y a partir de ese momento podrás caminar por todas mis tierras. Todo lugar por donde pasen tus pies será tuyo. La única condición que te pongo es que antes de que se ponga el sol deberás estar parado en el mismo punto de donde partiste. De lo contrario, no obtendrás nada”. El yehudí no podía creerlo. ¡Por fin se terminarían sus problemas! ¡Era la oportunidad de su vida! Agradeció al poritz y corrió a su casa a dar la excelente noticia.

 

Al día siguiente, no amanecía aún y el yehudí estaba ya parado en la puerta del palacio. Cuando despuntó el sol, apareció el poritz y le dio la señal de partida. El yehudí salió disparado; ni siquiera se despidió de su familia, que había ido a darle ánimos. El hombre comenzó a acelerar el paso. Al principio su esposa e hijos lo seguían, pero iba tan rápido que no pudieron alcanzarlo y le gritaban: “¡No tan de prisa! ¡Tienes todo el día por delante! ¡Déjanos acompañarte!”. El hombre pensaba: “¿Acaso no se dan cuenta de que cada paso que doy representa medio metro más de tierra? Ahora no puedo hacerles caso. Mañana seré un hombre rico y les daré todo lo que me pidan”.

 

Siguió avanzando y se encontró con su vecino. El hombre intentó atajarlo y le dijo: “¿Podrías ayudarme? Estoy pasando por una mala situación”. Sin detener su carrera, le respondió: “Mira, me encantaría ayudarte, pero ahora no puedo detenerme. Te veré mañana y te aseguro que tus problemas se terminarán”.

 

Ya había transcurrido la mitad del tiempo y el yehudí se sentía agotado. “No es tiempo de pensar en el cansancio. Mañana tendré mucho tiempo para descansar”, se decía. Pasaba por una sinagoga y uno de los asistentes salió al verlo, y le dijo: “Es hora de Minjá. Por favor, completa el Minián; somos nueve y adentro hay una persona que necesita decir Kadish. Luego continúas tu camino”. Casi sin aliento, le hizo un ademán con la mano dándole a entender que buscara a otra persona. “Mañana que sea inmensamente rico construiré un gran Bet HaKenéset que será el orgullo de toda esta ciudad. ¡Ahora solo debo seguir adelante!”.

 

El sol avanzaba; se acercaba al punto de partida. El terrible ayuno y el sol agotador hacían que las piernas le pesaran; se sentía mareado. “¡Vamos, unos pasos más! ¡Ya falta poco!”. Estaba decidido a obtener toda esa tierra que tanto trabajo le había costado… “Unos metros más… un poco más…”. El sol tocaba las copas de los árboles. El punto de partida ya estaba cerca, pero se veía tan borroso, tan lejano… “Sólo unos pasos más…”, se dice… Hasta que siente que todo le da vueltas y cae al suelo…

 

El poritz lo observa y sonríe sínicamente. Llama a sus peones y ordena: “Tomen unas palas y llévenlo al cementerio de los judíos. Caven una tumba y arrójenlo allí. Esa es toda la tierra que en verdad necesita”.

 

¡Pobre hombre! En verdad es una triste historia. Pero hay algo que debe dolernos aún más. ¿Cuánta gente vive hoy de esta manera? Corren de un lado al otro, tratando de alcanzar a su vecino, a su competidor… A veces ya ni sabemos detrás de quién o de qué corremos. Buscamos una “mejor calidad de vida” persiguiendo ideales generalmente inalcanzables, o pagando un alto precio para obtenerlos. ¿Cuántos niños abandonados demandan la atención de sus padres? Todos conocemos la fábula del niño que pregunta a su padre cuánto gana por minuto, y al final rompe su alcancía para entregarle todo su capital a cambio de unos momentos de atención…

 

¿Cuántas veces te sentaste en este año a escuchar y a atender las necesidades particulares de cada uno de tus hijos? ¿Cuántas veces visitaste a tus padres? ¿A cuántas personas ayudaste este año? ¿Cuánto tiempo dedicaste a estudiar Torá para aplicar estos conocimientos a tu forma de vivir? ¿Cuántas veces en este año dedicaste unos momentos a reflexionar y a planear el rumbo de tu existencia?

 

Corremos desenfrenadamente por la vida tratando de obtener bienes que van a durarnos, con mucha suerte, algunas décadas y nada más… ¡Nadie se lleva nada de eso al otro mundo! Es lastimoso decirlo, pero pagamos para adquirir los placeres de este mundo con lo más preciado que tenemos: el tiempo y la salud. Sacrificamos a los miembros de nuestra familia; hacemos a un lado la vida eterna a cambio de un “gusto” fugaz, y al final, ¿quién acaba disfrutando de ese sacrificio? ¿Los médicos? ¿Los dueños del asilo? No tomemos la decisión de retomar el control de nuestra vida cuando ya sea demasiado tarde…

 

Llega Elul. Hashem nos hace aminorar la carrera. Rosh HaShaná es un relámpago centellante. ¡Detente! Reflexiona: ¿a dónde crees que vas? ¡Deja de correr en la oscuridad! Hashem envía un fuerte destello de luz que ilumina tu camino y te permite percibir que en realidad nada te pertenece, que tú no haces nada para obtener lo que posees. De Hashem depende tu vida, tu salud, tu prosperidad. El tiempo avanza. Te dan diez días para mostrar tu mejor comportamiento, después de recapacitar y percatarte de cuántas oportunidades dejaste sin atender en el camino.

 

Llega Yom Kipur. Trae el arrepentimiento y, con él, la señal de esperanza. Hashem te da la oportunidad de corregir el rumbo de tu vida. Resuelves cambiar y te armas de buenos propósitos, y los presentas como defensa contra los fiscales que te acusaron en el Día del Juicio. Hashem es un Padre piadoso y desea que seamos judíos dignos y ejemplares, respetuosos de las leyes de la Torá.

 

Sigue Sucot, la reunión familiar. Hashem te concede siete hermosos días para que los dediques a convivir con tus seres queridos y te percates de lo maravilloso que es convivir en paz y armonía debajo del techo de una sucá.

 

Cierras el ciclo con Sheminí Hatzéret y es cuando concluyes con la idea y la convicción de que la Torá es lo máximo. Bailas y te regocijas con ella; te comprometes a estudiarla y a cumplir todos sus estatutos, y entonces puedes caminar por la vida pleno y feliz.©Musarito semanal

 

“La vida es el regalo que Hashem te hace. La forma en que la vivas es el regalo que haces a Él.”

 

 

 

 

 

 

 

 

[1] Rambán.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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