Juzga a toda persona Favorablemente
“Mas, ¿cómo podré yo solo cargar con el fastidio de ustedes, su carga y sus disputas?” (1:12).
Moshé continúa con el reproche y les dice: “Aun si dijera que estoy dispuesto a ser su líder a fin de recibir recompensa, no podría hacerlo”. Moshé ya había afirmado, dos versículos, antes que Yo solo no puedo cargar con ustedes. Sobre esto pregunta Rashí: “¿Es posible que el hombre que los sacó de Mitzráim, dividió el mar, hizo descender el man, les trajo codornices para alimentarlos, no fuera capaz de juzgarlos?”.
Moshé estaba diciéndoles que no era capaz de cargar con la responsabilidad y el castigo implicados en juzgar a Israel. Y él afirma que, incluso si estuviera dispuesto a correr ese riesgo y decidiera juzgarlos, no era posible, ya que Hashem solicitó que Moshé no lo hiciera solo, sino que nombrara otros jueces para hacerlo en conjunto.[1]
El motivo era que se habían multiplicado tanto que se necesitaban suficientes tribunales que se dedicaran a los numerosos casos que se presentaban. Cuando el versículo dice: con el fastidio de ustedes, se refiere a que los miembros del pueblo juzgaban mal a Moshé. Si salía de su casa temprano decían: “Seguramente está teniendo problemas familiares”; si salía más tarde decían: “Seguramente se la pasó tramando algo contra nosotros”.
En la ciudad de Yerushaláim de hace noventa años, había un vendedor de huevos. La situación económica era muy crítica y cuando este hombre vio de repente que cada mañana le faltaban como treinta huevos en su canasta, se desesperó.
Al repetirse la situación varios días y de la misma manera, entendió que se trataba de un ladrón. Para su sorpresa, vio que no había ningún signo de que hubieran violado la puerta de su negocio. Por ello estaba seguro de que quien robaba era el comerciante del puesto de al lado, con quien compartía el local. Noche tras noche, el ladrón continuó con su trabajo sin que nadie se lo impidiera ni lo descubrieran en flagrancia.
El vendedor de huevos fue con el Gaón Rabí Shemuel Salant, quien cumplía las funciones de Rab HaRashí de la ciudad. Le contó lo que le estaba pasando y fundó su acusación en su compañero de puesto. Luego de escucharlo, el Rab le dijo: “Haz lo siguiente: hierve treinta huevos hasta que estén duros, y en la noche, antes de irte, ponlos en la parte de arriba de la canasta”. El vendedor de huevos se quedó estupefacto, pero no preguntó nada. En la noche hizo lo que le indicó el Rab.
Al día siguiente, al abrir su negocio, lo que vio lo dejó más impresionado que el día anterior: al lado de la canasta yacía muerta una enorme serpiente, con un huevo duro a medio tragar. El hombre se dio cuenta de que ese animal era el ladrón que noche a noche entraba y se comía todos los huevos de la parte de arriba de la canasta. Esta vez, al querer tragar el huevo duro, se ahogó y ahí quedó, como clara evidencia de que el vendedor había sospechado injustamente de su compañero.[2]
Con equidad habrás de juzgar a tu prójimo.[3] Es nuestra obligación otorgar a la persona el beneficio de la duda cuando la veamos cometer una acción que podría interpretarse como favorable para ella. Todos debemos mirar siempre el lado bueno en todas las cosas. Una vez que nos acostumbremos a hacerlo, estaremos predispuestos a juzgar favorablemente a todas las personas.
Hace unos años, en Israel se encontraban dos familias celebrando el compromiso de sus hijos. El novio se paró a decir unas palabras y relató una historia que nos deja una gran enseñanza:
El joven, egresado de la Yeshibá de Lomza, comenzó diciendo que en ocasiones como ésta era costumbre agradecer a quienes habían influido en el crecimiento del novio, y habían hecho posible que llegara hasta este lugar. También deseaba comenzar su discurso con un profundo reconocimiento a la persona que consideraba responsable de que él estuviera allí.
“Quiero que todos sepan que si yo hoy me encuentro aquí, y antes de esto, todos los años que estudié con tanto entusiasmo, fueron por el mérito de mi maestro de segundo grado”.
Después de agradecer a sus padres por haberlo educado con tanta entrega y abnegación, contó que cuando era un pequeño de siete años, uno de sus compañeros de grado llevó a la escuela un reloj muy valioso, regalo de su abuela con motivo de su cumpleaños.
“Ese niño era hijo de ricos y su abuela no tenía más que regalarle un reloj muy costoso… Cuando llegó el recreo, todos salieron corriendo a jugar al patio y el reloj se quedó sobre el banco. Al regresar, la exclamación del dueño del tan preciado tesoro enmudeció a toda la clase. El reloj había desaparecido. Era claro que alguno de los niños lo había tomado. Mi compañero no tenía consuelo.
“En ese momento, el maestro entró en escena. A pesar de que era yo muy pequeño, recuerdo perfectamente que pude percibir que se refería al hecho con gran seriedad y preocupación, pero esforzándose por controlar sus impulsos y palabras. Pidió que el niño que había tomado el reloj, se pusiera de pie y lo reconociera. Lo repitió unas cuantas veces y, como no obtuvo resultados, ordenó que todos se pusieran de pie, en sus lugares, con los brazos en alto. Dijo que se acercaría a cada uno y que revisaría sus bolsillos para así desenmascarar al ladrón.
“Yo temblaba de miedo. Seguramente ustedes ya se habrán dado cuenta por qué… Yo era el ladrón. Al ver el reloj, tan lindo, no pude resistir la tentación. Miré a todos lados; no había nadie en el aula, así que lo tomé y lo guardé en mi bolsillo. El maestro seguía recorriendo la silenciosa fila de niños, metiendo la mano en cada una de las bolsas… ‘¡Está por llegar a mí… y lo encontrará en mi poder…!’, pensé.
“Las fantasías más negras y aterradoras pasaron por mi mente en ese momento. ¿Qué ocurriría cuando me descubrieran y se anunciara públicamente, frente a toda la escuela, que yo era ‘el ladrón’?
“El maestro ya está a mi lado. Mete la mano a mi bolsillo y encuentra el reloj… Cierro los ojos y espero los acontecimientos…
“¿Qué ocurrió? Normalmente, el maestro debería haber anunciado en voz alta que había atrapado al ladrón. Entre otros motivos, para demostrar su sagacidad al haber descubierto a quien se había negado a levantarse y reconocer su falta. Además hubiera sido la respuesta natural a la gran tensión que reinaba en la clase en ese momento. Pero mi maestro actuó de otra forma. Al descubrir el reloj en mi poder, lo ocultó entre sus dedos y con una rápida maniobra lo sacó de mi bolsillo y lo puso en el suyo, sin que nadie se diera cuenta. Luego, con total naturalidad, siguió su recorrido revisando al resto de los niños. Cuando terminó, se paró frente a la clase y anunció que había encontrado el reloj. ‘Pero quiero que sepan que ninguno de mis alumnos robó el reloj… El instinto negativo entró al salón, y él fue quien lo robó. El niño en cuyo bolsillo lo encontré es un joven muy especial, diligente y aplicado, y seguramente, el instinto negativo lo dominó por un instante.’ Luego agregó: ‘Estoy seguro de que en este mismo momento él se arrepiente por lo que hizo, y promete a Hashem que no volverá a hacerlo’. Después de eso, hizo un breve comentario respecto a la obligación de toda persona de superar sus instintos y continuó con la clase, sin que nunca ningún alumno conociera la identidad del ‘ladrón’.
“Yo, por supuesto, respiré profundamente”, continuó relatando el novio frente a los invitados. “Me había salvado de ser señalado por todos. Por el mérito de las cualidades e inteligencia de mi maestro, pude crecer y además arrepentirme sinceramente de lo que había hecho.”
“Imagínense ustedes qué habría ocurrido si el maestro hubiera reaccionado impulsivamente y, al descubrir el reloj en mi bolsillo, hubiera anunciado a todos mis compañeros: ‘¡Aquí está el ladrón!’. Seguramente, yo hubiese tenido que abandonar la escuela a causa de la vergüenza, y cambiarme a otra, con mi mal nombre persiguiéndome a todas partes. Con su proceder, mi maestro provocó muchas buenas consecuencias. En primer lugar, no me avergonzó frente a todos. En segundo lugar, me dio la oportunidad de corregirme. Además, pude continuar en esa escuela, estudiando normalmente e incluso superándome.
“Pero lo más importante es que la imagen de mi maestro quedó grabada en mí como un ejemplo de buenas cualidades, de alguien que superó el impulso de mostrar su inteligencia y la tentación de demostrar a sus alumnos que ‘Nadie puede engañarlo, ya que él conoce todos los trucos’. Hasta hoy recuerdo que, cuando él descubrió el reloj en mi bolsillo, su corazón palpitaba y era notorio que debió apretar los labios para no descubrirme. Por eso, quiero puntualizar mi principal agradecimiento a mi maestro y declarar frente a todos que sólo por su mérito pude mantenerme en el camino de la Torá.
“Nadie hubiera juzgado negativamente al maestro si hubiera acusado a su alumno frente a la clase, mostrando su pericia y haciendo gala de su poder. Hay personas que se sienten importantes contando a un tercero una confidencia de otra que se acercó en busca de ayuda y terminó perjudicándose.”[4]
Escribe el Ben Ish Jai: “Ciertamente, en todas las cosas encontramos fuerzas benefactoras y de destrucción: el fuego calienta y quema; las aguas hacen crecer e inundan. Pero si por causa de estos elementos algo se destruyó, con otros se puede corregir. Por ejemplo, el fuego extermina, pero el agua lo apaga; las aguas inundan e invaden, pero con las piedras se detienen. Pero cuando la palabra destruye y provoca daño, éste sólo puede corregirse por medio de la palabra. Quien ofende a su compañero debe pedirle disculpas. El que dice palabras desagradables, debe aumentar su tefilá y su estudio de Torá. Ese es el poder de la palabra: sólo con lo mismo que se destruye podemos reconstruir. ©Musarito semanal
“Los necios buscan criticar; pero los rectos buscan elogiar.”[5]
[1] Gur Aryé; Baer Heteb.
[2] Séfer Kaf Zejut 43
[3] Vayikrá 19:15.
[4] Recopilado de la revista “Maor Hashabat”, Eliahu Saiegh.
[5] Mishlé 14:9.
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