Saber reprender
“Dios habló a Moshé y le dijo: Yo soy Hashem” 6:2
Moshé tenía ochenta años y Aharón ochenta y tres cuando partieron a cumplir su misión. Con el conocimiento de que Paró se impresionaría con un acto milagroso, Aharón arrojó al suelo una vara que se convirtió en una serpiente. Sin embargo, los magos egipcios pudieron reproducir esta proeza. Pero aun cuando la vara de Aharón se tragó a las de los magos, el faraón permaneció impasible. Él seguía empecinado con la idea de que él era el amo del mundo, que él había creado el río Nilo y a sí mismo; entonces el faraón los despidió insolentemente de su palacio, acusó a los israelitas de perezosos diciendo que si tenían el tiempo para estar pensando en eso, era una clara señal de que debían trabajar más. Y a partir de entonces ordenó que dejaran de entregar paja para la fabricación de los ladrillos. De ese día en más, cada persona debía reunir su propio material para realizar su trabajo, sin mermar la cuota que tenían ya establecida.
Después de seis meses, Hashem se presentó a Moshé en Midián y le ordenó retornar a Egipto.[1] Fue con su hermano Aharón y ambos se presentaron ante el faraón para transmitir el mensaje de Hashem. Mientras abandonaban el palacio, los supervisores estaban allí esperando y se quejaron amargamente acerca del decreto adicional de no recibir paja para hacer ladrillos. Moshé comenzó a orar ante Hashem y preguntó: “¿Por qué Tú has hecho mal a este pueblo? ¿Por qué me escogiste a mí para traer el sufrimiento?”. Entonces habló Hashem y le dijo: Yo soy Hashem.
Los sinónimos Vaidaber y Vaiomer que encontramos en este versículo tienen una pequeña diferencia. Cada vez que encontremos en la Torá el término Vaidaber se refiere a una forma de hablar más terminante y dura. Por el contrario, cuando leemos Vaiomer se trata de una forma suave y delicada de hablar. Por tanto, surge la pregunta: ¿por qué Hashem habló con Moshé primero en un modo y luego de otro? La respuesta es que en este versículo Hashem estaba reprochando a Moshé por haberse quejado, acto que no correspondía a su nivel; sin embargo, fue perdonado solamente porque Hashem vio que su grito desesperado fue motivado por la profunda compasión que Moshé sentía por sus hermanos.[2]
La Torá quiere enseñarnos que también cuando a uno le toca dar una reprimenda a otro, debe hacerlo delicadamente, con suavidad: Señalar los delitos de otra persona debe ser hecho con la más grande sensibilidad. La intención de amonestar deberá ser la de ayudar a evitar el acto impropio y alentar al arrepentimiento. Cualquier amonestación que no logre estas metas está prohibida.[3] La amonestación verbal causa molestia; por eso debe corregirse hablando sutilmente y no en forma severa, pues una lengua suave rompe el hueso, lo cual alude a la dureza.[4] Reprocha a tu compañero y no cargues culpa por él.[5] La condición que impone la Torá para reprochar a otro es que quien está increpando a su prójimo no lo avergüence en público; de lo contrario, será como alguien que lava su ropa bajo el sol, pues la ropa se emblanquece, mientras que él se ennegrece. Todo el que avergüenza a otro cargará un pecado por ello.[6] Por esto, se debe corregir a solas, en voz baja y agradable, porque las palabras tranquilas y dulces son siempre bien recibidas por los oyentes.[7]
Un hombre cerró una importante operación de negocios, por la que recibió una buena suma en efectivo. Salió del imponente edificio de oficinas con cien mil liras dentro de su maletín. Había caminado unos pocos metros cuando lo atajaron tres individuos, que a juzgar por su actitud, estaban esperando que concretara la operación para despojarlo de su dinero. Los maleantes le gritaron amenazantes: “¡Pronto, entréganos tu maletín o te lo quitamos junto con tu vida!”. El Yehudí procuró mantener la calma y observó detenidamente a cada uno de los delincuentes, quienes se veían ansiosos e impacientes… Luego de unos breves, pero tensos segundos, se dirigió a quien parecía ser el cabecilla y mirándolo a los ojos le dijo: “Veo en ti muy buenas características. Se nota en tu cara que eres una persona inteligente. Dime: ¿para qué necesitas tú todo este dinero?”. El villano no esperaba una pregunta así y tratando de disimular su asombro, quiso aparentar una actitud amenazante: “Lo necesito para bebida y drogas…”.
El Yehudí respiró hondo y volvió a preguntar: “¿Y cuánto necesitas para eso?”. “Diez liras”, contestó el delincuente. Sacó el comerciante veinte liras de su bolsillo y se las entregó: “Toma. Te doy el doble de lo que necesitas y, con tu permiso, me voy en paz…”.
Esta conversación afectó milagrosamente el corazón del ladrón, quien tomó el dinero y con una seña indicó a sus cómplices que debían irse. El Yehudí se fue rápidamente a su casa, con gran agradecimiento a Hashem, y contó a su familia la aventura que acababa de vivir y el milagro que Boré Olam había hecho para él. Exhausto, se fue a dormir, para levantarse muy temprano por la mañana con la intención de llegar al primer minián, como era su costumbre.
Al otro día se dirigió alegremente hacia el Bet Hakneset y al llegar vio al ladrón parado frente al portón del mismo, esperándolo… En ese momento sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo; su corazón comenzó a palpitar fuertemente; quedó paralizado en el lugar. Por más que su cerebro ordenaba a sus piernas que caminaran, éstas se negaban a avanzar… “Seguro que vino a anular el negocio que hicimos ayer…”, pensó finalmente. Reunió coraje y se encaminó resueltamente en dirección al delincuente, que seguía esperándolo.
Cuando estuvo frente a él, éste le extendió la mano entregándole un billete de diez liras. “Te traje el cambio de las veinte que me diste ayer”, le dijo. Ahora el sorprendido era el comerciante: “Explícame por qué el cambio tan repentino… Ayer querías matarme y ahora…”. El ladrón le respondió: “Tengo 27 años y hasta ayer nunca en mi vida había escuchado que yo era buena persona, que se notaba en mi cara que tenía buenas características. Eres la primera persona que me dice esas cosas… y yo sentí que eras sincero, que realmente pensabas eso, que no me lo decías por el interés de salvar tu dinero, sino porque viste eso en mí. Tanto entraron en mi corazón tus palabras que sentí que a ti no podía robarte, que esto no era para mí categoría… Por eso me conformé con las diez liras y vine a devolverte el resto…”.[8]
Si una observación hecha con afecto y destacando lo bueno para mejorar lo no bueno pudo provocar semejante efecto sobre una persona absolutamente marginada de la sociedad, de quien podríamos pensar que no hay esperanza alguna, cuánto más y más puede hacer una buena palabra, que confirme nuestro cariño y nuestra confianza en su potencial para generar el cambio, sobre nuestros hijos, sobre nuestro cónyuge, nuestros alumnos… ¿Por qué tenemos la costumbre de ahorrar palabras de aliento? ¿Acaso decir una palabra buena nos quita algo? ¿Acaso todos nuestros bienes pasan a la persona que la recibe? Una palabra de aliento no cuesta nada y puede dar mucho. Acostúmbrate siempre a motivar a los demás. No cuesta nada y todo mundo lo necesita.[9]©Musarito semanal
“Reprende al inteligente y él te comprenderá”[10]
[1] Shemot Rabá 5:19.
[2] Lekaj Tob.
[3] Yebamot 65b.
[4] Mishlé 25:15.
[5] Vayikrá 19:17.
[6] Erajín 15b.
[7] Pélé Yoetz; “Amonestar”.
[8] Esta impresionante historia la contó el Rab Eliahu Toisig, quien conoce al protagonista.
[9] Rab Yisajar Frand.
[10] Mishlé 19:25.
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