El enojo
“… y las ranas subieron y cubrieron la tierra de Egipto” (8:2).
Dice el Midrash que la segunda plaga fue enviada por medio de Aharón. Hashem ordenó a Moshé: Di a Aharón: Extiende tu mano con tu bastón de forma tal que todas las corrientes, ríos y estanques de Egipto produzcan ranas. Apenas Aharón extendió su mano, los egipcios quedaron paralizados: una enorme rana salió del Nilo y comenzó a saltar hacia el palacio del Faraón.[1] Los egipcios llevaron armas y estacas con las cuales pretendieron matar a la monstruosa rana. Aunque le propinaron fuertes golpes, en lugar de caer muerta abrió su boca y escupió oleadas de crías de rana. Mientras más golpeaban a las ranas, seis nuevas brotaban de cada una, hasta que toda la tierra de Egipto quedó cubierta por ellas.
Pregunta el Steipeler en su libro “Kehilot Yaacob”: “Una vez que vieron los egipcios que las ranas se estaban reproduciendo con cada golpe que propinaban, ¿por qué no dejaron de golpearlas?”.
Explica el Steipeler que la mayoría de los seres humanos utilizamos la lógica cuando estamos bajo el control de nuestras virtudes, pero una vez que “perdemos los estribos”, no actuamos con raciocinio y hacemos cosas de las cuales posteriormente nos arrepentimos.[2]
Por tres cosas se conoce el carácter verdadero de una persona: cuando está ebrio, cuando se enoja y en temas de dinero.[3] Cuando una persona se enoja, se dice que “se sale de sus cabales”; esto significa que ya no actúa de acuerdo con su pensamiento, sino bajo la influencia de sus instintos. Se convierte en un ser instintivo. El ser humano se distingue del animal en que es racional. Sus actos no son involuntarios; por el contrario, deben ser reflexivos.
El Admor Mordjele procuraba que todos los objetos que necesitaba provinieran de Éretz Israel. En una ocasión consiguió una tela confeccionada en Israel para un talit katán. La llevó con un sastre de oficio a pesar de ser una prenda sencilla para confeccionar, ya que consiste en un rectángulo de tela con una abertura en medio. El artesano se llevó la tela para confeccionarla. Pasaron los días y el sastre no aparecía con el encargo. Nadie se explicaba por qué tardaba tanto en entregar algo que le tomaría sólo unas horas fabricar. Por ello lo mandaron llamar y cuando se presentó ante su Rebe, todos intuyeron que algo grave había pasado: permanecía con la cabeza gacha todo el tiempo, hasta que se animó a hablar: “¡Rabí! ¡No sé cómo decírselo...! Me sucedió algo mientras estaba cortando la tela para su talit katán… No me di cuenta de que estaba doblado y, en lugar de hacerle una sola abertura, con mis tijeras le hice dos... Le pido perdón... Le arruiné la tela y ya no podrá tener usted su talit katán con ella... No sé cómo resarcir mi tremenda equivocación”.
El Rebe se quedó en silencio. Sí; realmente había sufrido una gran decepción. Estaba muy entusiasmado con ese talit katán… De repente, su rostro se iluminó y exclamó alborozado: “¡Oh! ¡Muy bien, muy bien! ¿Así que dos aberturas? ¡Qué bueno!”. Los demás jasidim que estaban alrededor de su mentor no entendieron. Uno de ellos se atrevió a preguntar: “¡Rebe! ¿Por qué está usted tan contento? ¿Para qué le servirá ese corte de tela con dos aberturas?”.
El Rebe aprovechó la ocasión para dar a sus alumnos una gran lección: “Ahora me doy cuenta de por qué mi querido sastre hizo esas dos aberturas a la tela. Una fue porque todo talit katán necesita una para la cabeza. La otra me servirá para vaciar por allí cualquier enojo que pudiera salir de ella…”.[4]
Hashem nos otorgó la capacidad de controlar nuestras emociones. Tenemos la capacidad de elegir entre enojarnos o aceptar que todo proviene del Todopoderoso. La palabra en hebreo para “copa” es cos y para “enojo” es ca’as: para tener una copa llena de bendiciones, debemos hacer conciencia de que todo proviene de Hashem. Si distraemos nuestra atención y nos alejamos de Él, terminaremos con un cos lleno de ca´as, enojo.
¡Y qué decir del rencor que viene después del enojo!
Pensé que sería un día como todos. El maestro ingresó al aula y todos pensamos que comenzaría la clase como de costumbre. Sin embargo, ese día al profesor se le ocurrió algo que nos pareció de lo más extraño. Introdujo al salón un costal lleno de papas y solicitó que cada uno tomara cierta cantidad de ellas y las pusiéramos dentro de nuestras mochilas. Nos pidió que por ningún motivo las sacáramos de su lugar. En realidad, no entendimos cuál era su intención, pero algunos puntos extra en el examen final a nadie le vienen mal. Así que procuramos seguir las instrucciones.
El primer día fue una experiencia fácil, y hasta podría decirse divertida. Pero con el correr de los días los tubérculos comenzaron su natural proceso de descomposición. El peso y el desagradable olor que despedían empezaron a resultar una carga fastidiosa y en ocasiones insoportable de llevar.
Llegó el día en que decidimos poner fin al sufrimiento y nos presentamos ante el profesor reclamando una explicación por esa ridícula tarea. Le dijimos que ya no podíamos seguir cargando las mochilas llenas de papas en descomposición. Argumentamos también que ocuparnos todo el tiempo de esa pesada carga nos distraía significativamente de las obligaciones diarias y que el lugar que ocupaban las papas no nos dejaba espacio para guardar otras cosas que sí debíamos llevar.
Entonces el profesor esbozó una sonrisa y nos dijo: “Muy bien, mis queridos alumnos. El objetivo se ha cumplido y ahora voy a explicarles cuál fue el sentido de esta tarea”.
“A lo largo de su vida tendrán que pasar por situaciones que a veces no van a resultarles fáciles. En ocasiones, van a enojarse uno con otro, y a veces, aun contra su voluntad, habrán de perdonarse. Y después de que lo hayan hecho, van a darse cuenta de que andaban cargando ‘su mochila’ con rencores. Lamentablemente, éstos nos acompañan todo el tiempo, estemos donde estemos.
“Este peso, mis queridos alumnos, es muy desagradable e inútil, pero no nos permite albergar en nuestros corazones buenos sentimientos, ya que nos quita el espacio y la energía necesarios para guardar cosas que sí son realmente valiosas y placenteras. Es por ello que quise demostrarles, con estas simbólicas papas, qué pesado e infructuoso puede llegar a ser arrastrar odios y resentimientos por no perdonar a quienes alguna vez nos lastimaron. El perdón no es sólo un favor que hacemos al otro, sino, especialmente, un favor que nos hacemos a nosotros mismos.”
Todas las noches, antes de acostarnos a dormir, recitamos el Keriat Shemá al Hamitá. Parte del texto dice así: Ribonó Shel Olam, hareni mojel vesoleaj… “Patrón del mundo, yo perdono e indulto a todo aquel que me encolerizó y me hizo enojar, o que pecó contra mí, tanto en mi físico como en mis bienes, tanto en mi prestigio como en todo lo que poseo, tanto forzada como voluntariamente, tanto sin querer como a propósito, tanto con dicción como con acción, tanto en la reencarnación actual como en otra, a todo hijo de Israel, y que no sea castigada ninguna persona por causa mía”.
Este texto tan completo debería ser nuestra herramienta diaria para tener “nuestra mochila” siempre limpia de este tipo de rencores. Pero la mayoría de las veces decimos: “Sí, perdono”, cuando en realidad, tal vez subconscientemente, quedan vestigios en nuestro corazón.
A diferencia del perdón humano, veamos qué ocurre con el perdón Divino.
Una nube desaparece o la niebla se dispersa y no deja señal de su existencia en absoluto: así es el perdón de Hashem. Cuando nuestro arrepentimiento es sincero, Él borra y deshace el acto por completo, haciéndolo desaparecer como si nunca hubiera existido. Tenemos la obligación de emular a Hashem en todas sus formas (vehalajtá bidrajav); deberíamos entonces, por lo menos, ambicionar llevar este aspecto primordial también a la práctica, es decir, perdonar y olvidar.[5]
Es cierto; sobrellevar estos sentimientos no es tarea fácil. Sin embargo, es nuestro deber hacer siempre el intento. Debemos trabajar con todas nuestras fuerzas para que el perdón de palabra no quede sólo en eso, y convertirlo en un perdón con todas las letras y con todos sus efectos.[6]
En la ciudad vieja de Jerusalén, hace como setenta años, el lavado de la ropa era hecho completamente a mano y requería un enorme esfuerzo. Generalmente llevaba unas seis horas de trabajo duro, y frecuentemente toda la familia ayudaba. Una familia había terminado de lavar toda la ropa y la esposa la colgó en un tendedero que habían instalado en un patio que compartía con los vecinos.
Justo en ese momento, una de las vecinas entraba a la terraza y se molestó por ver la ropa colgada, la cual estaba en medio de su camino. En lugar de caminar alrededor de ella, fue a su casa a buscar unas tijeras para cortar las sogas que sostenían la ropa. Cuando retornó y cortó las sogas, todo cayó sobre la terraza no pavimentada y se ensució con barro.
Cuando la mujer que había colgado la ropa vio lo que había sucedido, se dio cuenta de que seis horas de duro trabajo habían sido desperdiciadas; sintió enojo y quiso vengarse de su vecina, quien regresaba a su casa con una maliciosa sonrisa en su cara y las tijeras bien guardadas en el bolsillo de su delantal. Pero después de algunos minutos, la afectada mujer consiguió calmarse y decidió no hacer nada. Se dijo a sí misma: “Probablemente me merezco esto; ahora obtendré el perdón por mis pecados”.
Y así, fue a lavar su ropa nuevamente, y después de mucho trabajo, pudo una vez más colgar la ropa, pero esta vez en un lugar que no estaba a la vista de la vecina. Después de varias horas pudo regresar a su casa, completamente exhausta, pero con la ropa limpia. Cuando su marido regresó esa noche, no le reveló lo sucedido.
Todo el asunto pudo haber quedado como un secreto si la vecina no hubiera llegado a golpear la puerta esa noche para disculparse. Dijo que su hijo se había enfermado repentinamente con fiebre muy alta y temía estar siendo castigada por el mal que había causado a su vecina. Sólo de esta manera la historia fue revelada.
La mujer que tuvo la valentía de reprimir su enojo fue compensada por el Cielo con el nacimiento de un hijo al año siguiente, quien más tarde se convirtió en uno de los más grandes sabios de Jerusalén.©Musarito semanal
“El enojo es uno de los principales rasgos negativos que quebrantan y contrarrestan todos los rasgos positivos.”[7]
[1] Midrash Hagadol 10:5.
[2] Maasé Abot, pág. 48.
[3] Erubín 65a.
[4] Maasehem Shel Tzadikim, Hamaor.
[5] Rab Abraham J. Twersky.
[6] Extraído de Entre Todos, Centro Comunitario Sucat David.
[7] Kohélet 11:1.
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