Orjot Tzadikim (Las sendas de los justos)
Humildad consiste en reconocer las cualidades y saber reconocer las carencias. Modestia es la docilidad y la sumisión espiritual. Es entender que todos los logros obtenidos son gracias al soporte Divino. Es entender que el alma de cada persona es un pedazo del Creador y por ende, el honor y la asistencia a los demás está dirigida a la esencia Divina que hay en cada una. Es reconocer que todo cuanto poseemos se nos otorgó inmerecidamente y la mayoría de ellas ni siquiera las solicitamos. La humildad es una ventana que generosamente se abre hacia los demás. Una invitación a descubrir el mundo de las necesidades del otro. El hombre humilde es un hombre de servicio. Vive por y para los demás. Está siempre allí para ayudar, consolar, apoyar. Nunca para pedir, recibir, tomar. El ser humano no puede adquirir esas cualidades cuando el egoísmo invade a su ser.
Nuestras aptitudes y posesiones son solamente herramientas para poder conseguir las metas para las que fuimos creados. Es saber aceptar la verdad absoluta de la magnificencia inalcanzable del Creador; quien consiga entender esta realidad absoluta entonces comprenderá cuan pequeño e insignificante es, y desde este punto logrará pulir todas sus cualidades. El hombre Moshé era humilde, más que cualquier otro ser humano sobre la tierra.[1] ¿Por qué la Torá sólo destaca la humildad, acaso era lo único que distinguía a Moshé? Porque la humildad es la fuente de todos los otros rasgos loables.[2] Este es el único camino viable para aquellos que buscan abocarse al estudio sincero y honesto de Torá.
El segundo portón: la humildad.
Shá'ar HaHanavá
La humildad es una de las condiciones positivas en el hombre y es la antítesis de la soberbia. Quien posea esta virtud, se hallará a salvo de numerosos pecados y recibirá una recompensa proporcional a su grado de humildad. Pues esta venerable cualidad es la raíz del servicio Divino. El hombre debe adoptar una actitud de imperfección, su comportamiento debe ser sumiso, dócil y reverente, como está dicho: Con recato te conducirás ante el Eterno.[3] El principio de la humildad induce al hombre, en sus momentos de serenidad y tranquilidad, opulencia y salud, a pensar que todo cuanto posee se lo debe al Todopoderoso, ya que él no es apto para recibir tanta bondad. Y al analizar la Grandeza y Magnificencia Divina se preguntará: “¿Qué es lo que soy? Si tan sólo soy una ínfima criatura en un mundo finito”. Reconocerá que todo se lo debe al Todopoderoso, esto lo inducirá a asumir que todas las buenas acciones que pueda realizar serán como una gota ante el mar de obligaciones y todo lo que haga será insuficiente ante lo que debería hacer. Todos sus actos serán en nombre del Creador, no adulará a nadie, tampoco actuará sólo por sus propios intereses y asumiendo con mesura toda sentencia Divina, se sentirá satisfecho con lo que Él le otorgó: He aquí que es bueno lo poco para el justo.[4] De esta forma, su corazón se aquietará de las pasiones de este mundo y estará libre para ocuparse del saber y el servicio Divino.
El hombre humilde es tolerante y la tolerancia genera armonía. Con humildad podrá calmar la furia de quien se haya enojado con él, y la paz es una cualidad sumamente positiva. El hombre humilde amerita la adquisición de sabiduría, pues él se somete a los hombres sabios y se apega al polvo de sus pies: Quien se encamina con los sabios adquiere saber.[5]El modesto es un ser agraciado y sus plegarias son aceptadas ante el Todopoderoso, ya que el humilde controla sus inclinaciones: Y a los humildes dará la gracia.[6]
Aquellos a los que el Creador los bendice con riquezas e hijos y lo dota con una inteligencia destacada, conocimientos y honores, su compromiso con el Dador será todavía más grande y su comportamiento deberá ser más humilde y cuánto más reciba, más tendrá que retribuir a los demás en la medida que le sea posible.
Haciendo una introspección
Para triunfar en algo, hay que cuidarse de no sobresalir demasiado entre la gente. Porque hemos visto que las primeras tablas de la Torá, que fueron talladas en medio de la multitud y con rayos y centellas, se rompieron, y las segundas tablas, que fueron talladas en la intimidad, esas quedaron sanas para siempre.
En la ciudad de Pashisja vivía un judío que era un sastre muy conocido por su capacidad de coser. Mucha gente de la Kehilá y también gentiles le daban trabajo y todos quedaban muy conformes cuando recibían la prenda. Un día, el propio gobernador lo citó y le entregó una tela muy fina que había comprado en el exterior para fiestas especiales. Sus consejeros lo habían convencido de que entregara la tela al sastre judío. Así lo hizo, pero le pidió por favor que se esmerara más que nunca para que todo salga bien. El sastre se fue muy contento y por sobre todo muy orgulloso. Había sido elegido él como sastre del gobernador y era algo que pregonaba a cualquiera que se encontraba en su camino. Cuando algún cliente venía a su taller, le mostraba la tela y alardeaba de su magnífica obra. Poco a poco fue cosiendo el traje para el gobernador con todo orgullo. Finalmente, lo terminó. Muy emocionado, decidió envolverlo muy prolijamente y llevarlo personalmente a la casa del gobernador. Volvería con mucho dinero y con el honor de haber cosido el traje para el gobernador.
Cuando el regente vio el traje, comenzó a gritarle: “¡es una vergüenza! Tardaste tanto y además me arruinaste la tela, ahora deberás pagarla”. El pobre sastre estaba asustado, no sabía que había pasado, se había esmerado tanto... Tomó la prenda y se fue a su casa avergonzado y no deseaba mirar a nadie. ¿Qué le diría a cada uno de sus amigos? Decidió consultar con el Rab de la ciudad para que le diera un consejo. El Rab escuchó atentamente el problema, se quedó pensando y luego le dijo: “toma el traje, descóselo y vuélvelo a coser de la misma forma y llévaselo al gobernador”. El sastre no entendió el consejo, pero el Rab insistió: “Haz lo que te digo”. El sastre le hizo caso al Rab y al poco tiempo regresó con mucho temor a la casa del gobernador. En esta oportunidad la reacción fue totalmente distinta: “¡Te felicito! Esto es lo que esperaba, te pagaré más de lo previsto”. El sastre se retiró muy contento y fue del Rab para que le explicara lo sucedido. El Rab le dijo: “El primer traje lo hiciste con mucho orgullo y por eso no caíste en gracia a los ojos del gobernador; en cambio, el segundo traje por más que era igual fue cosido con toda humildad y la persona humilde cae en gracia de toda la gente. Por eso, le gustó al gobernador”. Sólo la persona humilde y sencilla es querida por el Creador y por la gente.[7]©Musarito semanal
La Torá penetra solamente en el corazón del hombre humilde.[8]
[1] Bemidbar 12:3.
[2] Rab Abraham Twerski.
[3] Mijá 6:8.
[4] Tehilim 37:16.
[5] Mishlé 13:20
[6] Ib. 3:34.
[7] Extraído del Sefer Alenu Leshabeaj.
[8] Taanit 7a.